Homilías: La Iglesia obra y cuerpo de Cristo - Domingo 3º Pascua (B)



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P. José R. Martínez Galdeano S.J.

Lecturas: Hch 3,13-15.17-19; S.4; 1Jn 2,1-5; Lc 24,35-48


Ya comentamos este precioso evangelio con detalle hace tres años. También les hice notar el domingo pasado que a Cristo resucitado se le experimenta preferentemente en la Iglesia. Cuando lean personalmente el texto de las apariciones, tengan en cuenta esta idea para interpretarlo bien.

También hoy se nos habla de la Iglesia. Los dos discípulos salen tristes de Jerusalén. Jerusalén simboliza a la Iglesia, que es la nueva Jerusalén. No creen y abandonan la Iglesia, la compañía de los demás discípulos. El buen Pastor va en su busca, hace por ser reconocido y, cuando lo reconocen y creen, vuelven a Jerusalén, a la Iglesia. En Jerusalén escuchan el testimonio de los demás y dan el suyo propio. La experiencia de Cristo resucitado los ha conducido a la Iglesia. Hoy me extenderé en explicar más ampliamente la unión de Cristo con su Iglesia.

Los doce apóstoles son el embrión de la Iglesia. Lo primero que hace Jesús en su vida pública, antes de comenzar a predicar y hacer milagros, es reunir discípulos. Fueron los primeros entre los primeros Juan el evangelista y Andrés el hermano de Simón Pedro. Lo cuenta el mismo Juan. Eran discípulos del Bautista. Jesús, después del bautismo y su período de oración y ayuno, regresa para volver a Galilea. Pasa necesariamente por donde Juan bautiza y Juan da testimonio, aunque oscuro, de la mesianidad de Jesús. Al día siguiente vuelve a pasar y Juan vuelve a dar testimonio. Es entonces cuando dos de sus discípulos, Juan y Andrés, se levantan y se ponen a caminar siguiendo a Jesús. Tras un rato Jesús se voltea, les habla, le responden, les invita y se quedan ya con Él. Juan no olvidará la hora exacta de aquel encuentro, que cambió su vida del todo: la hora décima en su cómputo, las cuatro de la tarde en el nuestro. Al día siguiente encuentra Andrés a Simón Pedro, su hermano, luego a Felipe, más tarde a Natanael. Después se añaden otros. Hasta que una mañana, después de haberse retirado a un monte para orar durante la noche, selecciona a doce que le acompañen continuamente, vean todo lo que hace, escuchen todo lo que dice, complete sus enseñanzas públicas con explicaciones especiales y les transmita su misión universal y sus poderes. Ellos la continuarán y completarán y para ello les dará su poder, su Espíritu y su asistencia presencial.

Hacia la mitad de su vida pública ocurre un cambio significativo. Jesús a partir de entonces tendrá menos actividad entre las masas y va a dedicar más tiempo al trato personal con aquellos doce. En el texto evangélico se aprecia el cambio a partir del suceso de Cesarea de Felipe. Al contestar a Pedro por su magnífica respuesta a la pregunta sobre quién era Él, cambia el nombre a Simón por el de Pedro, “piedra” o “roca firme”, fundamento seguro para un edificio: “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Empieza a verse que Jesús quiere fundar una iglesia.

La palabra “iglesia” tiene su origen en el griego. Significa “convocatoria” o “llamada”. La traducción griega de la Biblia, hecha por sabios hebreos, llama “iglesia” al pueblo hebreo reunido en asamblea para un acto religioso, como la recepción de la Ley en el Sinaí o un acto de culto. Quiere significar que aquel pueblo ha sido convocado, reunido por Dios.

El proceso decisivo de la formación de un “pueblo de Dios” se inicia con la elección de Abraham. El Antiguo Testamento es un anuncio profético del Nuevo. Lo anunciado se realiza ahora. El nuevo Pueblo de Dios es la Iglesia. Se ha formado atravesando el agua del mar Rojo, es decir con el agua del bautismo, y va caminando por el desierto de la vida alimentado con el maná de la Eucaristía y llevado por la presencia de Cristo, elevado sobre la cruz, cuya mirada nos cura de la enfermedad del pecado.

Esta Iglesia de Cristo tiene la estructura, la misión y el poder que Cristo le ha dado. Cristo ha querido que la suprema autoridad la tuviera Pedro, como está indicado en el término “fundamento” y en lo que sigue: “a ti te daré las llaves del reino de los cielos y lo que atares en la tierra será atado en el cielo y lo que desatares en la tierra será desatado en el cielo” (Mt 16,19). A él mandó “confirmar a sus hermanos en la fe”, aun previendo los pecados de sus negaciones (v. Lc 22,32-34). A él otorgó su autoridad sobre su entero rebaño tras la resurrección en la aparición en la playa del mar de Galilea: “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas” (Jn 21,15-17). Por eso Pedro, como ahora su sucesor el Papa, tras la ascensión de Jesús al cielo, dirige la Iglesia sin discusión de nadie.

Esta Iglesia tiene la misión y el poder de Cristo, que le dijo: “Como el Padre me ha enviado, así los envío Yo. Vayan por todo el mundo, prediquen el Evangelio a toda criatura. El que creyere y se bautizare, se salvará; el que no creyere, se condenará” (Jn 20,21; Mc 16,15-16). Esta Iglesia es la presencia hoy de Cristo en el mundo para la salvación del pecado de todos los hombres y para que alcancen la vida eterna.

Por eso, como Cristo perdona, la Iglesia con su poder perdona. Como Cristo se dio como alimento a sus discípulos, la Iglesia alimenta con el cuerpo de Cristo a los cristianos. Como Cristo, siendo la verdad, se la dio al pueblo que la buscaba, la Iglesia con la misma seguridad de Cristo la da hoy a los humildes que la buscan. Porque, como su Maestro, puede decir: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6).

A esta Iglesia la compara Jesús a una vid con sus sarmientos. Del tronco de la vid reciben vida los sarmientos y así pueden dar frutos. Jesús resucitado es el tronco de esta vid, de Él fluye la vida divina (la gracia santificante, que hace santos e hijos de Dios) a los sarmientos, que somos cada uno de nosotros desde que fuimos unidos, injertados en Él por el bautismo; en el bautismo se nos inoculó la vida sobrenatural de Jesús resucitado, por la que somos hijos de Dios.

Otra comparación, que usa San Pablo, es la de la Iglesia cuerpo de Cristo. En tiempo de Pablo se pensaba que de la cabeza fluía la vida al resto del cuerpo. Cristo es la cabeza de la Iglesia y de Él viene la vida a cada uno de nosotros, sus miembros. Esta vida es la presencia del Espíritu, que transforma nuestras almas con sus virtudes sobrenaturales y sus dones. El Espíritu, que obra de forma diferente en cada miembro según su propia función, está presente y actúa en cada uno. El miembro debe estar unido al cuerpo para vivir y obrar. Cada uno de nosotros debe esforzarse por estar muy unido con la Iglesia para participar intensamente de su vida y poder. Esta unión con la Iglesia se favorece el esfuerzo constante por alcanzar la santidad, que incluye la oración, la participación en los sacramentos, el compromiso en sus obras apostólicas, el estudio de la doctrina, el testimonio social...

De todo lo anterior fluye que en nuestra actitud respecto a la Iglesia debe estar el considerarla como algo nuestro, mío, no ajeno; me toca, me concierne. Debemos vivir intensamente nuestra pertenencia a ella. Debo estar inclinado a creerla y escucharla. Me deben alegrar sus triunfos, me deben entristecer sus fracasos, los pecados de sus miembros, sus problemas. Debemos de aprender a reconocer sus errores y también a defenderla frente a la mentira, la ignorancia y el odio de bastantes. Debemos orar por nuestros pastores; en la misa se pide en la oración universal y en la oración eucarística. Debemos pedir a Dios por su obra apostólica y misionera, ofrecer sacrificios por ella y contribuir con nuestras limosnas. Debemos informarnos de su labor (nuestros medios de comunicación nos informan en general poco y más bien de lo malo, como lo hacen también, es verdad, con otras personas e instituciones). Debemos conocer su historia y sus santos. Seamos testigos y hablemos como tales. Quien ama a Jesucristo, ama a su Iglesia.




Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.

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P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog


Camino a Emaús


P. Adolfo Franco S.J.


Los apóstoles necesitaban la experiencia de Cristo resucitado. Ellos debían ser la antorcha que iba a iluminar con la fe este mundo que permanecía en la sombra. Y los mismos apóstoles en ese momento estaban completamente a oscuras. Por eso Jesús se acerca a sus amigos: esta aparición a los apóstoles es un gesto de amistad y también un paso más para el nacimiento de la Iglesia.

Al decir que esta aparición de Jesús a los apóstoles es un paso más en la fundación de la Iglesia, no se debe interpretar como si esta visita de Jesús a sus apóstoles fuera una especie de reunión de directorio, una sesión de trabajo; es una reunión de amistad, una confirmación de su Resurrección, necesaria como fundamento de la Iglesia que El estaba estableciendo. Jesús Resucitado necesitaba encontrarse con sus amigos, y sabía que sus amigos lo necesitaban, estaban en emergencia, había que confirmarlos en la fe, que ellos implantarían en la Iglesia. Y allá va el Señor para estar con ellos, para que recuperasen el ánimo; estaban tan por los suelos.

Por tanto quería establecer las bases ya concretas de la obra que El había venido a establecer: la Iglesia como ejecutora de la salvación que El había ya realizado. Así en esta aparición se consolidan los principales componentes de esta Iglesia. Y primero la fe en Cristo Resucitado. Por eso El se va a prodigar tantas veces: debe quedar bien asentado este hecho ¡Ha resucitado! ¡Es verdad!. Sin eso no hay Iglesia. La Iglesia es un conjunto de creyentes, que establecen su vida y la apoyan en esta afirmación contundente ¡Cristo ha resucitado! Sin eso no hay Iglesia. La Iglesia es el conjunto de los testigos de Cristo resucitado.

Y este Jesús amigo, Resucitado, les empieza a explicar las Escrituras, y les hace ver cómo hay que entenderlas desde la perspectiva de su muerte y resurrección. Es también muy importante esto para el ser de la Iglesia. La Iglesia será la que custodie e interprete las Escrituras. Cristo se las explica a los Apóstoles, para que las entiendan. Y solamente se podían explicar viendo en ellas el anuncio de la muerte y resurrección del Mesías. La Resurrección es el hecho clave para hacer una lectura correcta de las Escrituras. Sin esa perspectiva, la lectura de las Escrituras es incorrecta. Y Jesús se las explica a los apóstoles (la Jerarquía naciente), para que ellos después las puedan explicar y hacer entender de la misma manera.

De hecho los primeros discursos de los apóstoles en el libro de los Hechos, no contienen más que esto: que Jesús, es el Mesías, y que padeció, murió y resucitó según las Escrituras. Es prácticamente la lección que Cristo les da en esta aparición, y la misma que ha dado a los discípulos de Emaús a los que les iba explicando las Escrituras por el camino, y cómo todo había ocurrido según las Escrituras. Es también muy importante para nosotros saber tener la Resurrección como orientación de la lectura y comprensión de los libros sagrados.

Además, para el establecimiento de la Iglesia, Jesús les repite la misión que ellos tienen: anunciar la conversión y el perdón de los pecados, a todas las naciones. Los dones de la gracia, contenidos en los sacramentos (aquí se habla del perdón de los pecados, después se hablará de todos los demás sacramentos). La Iglesia, como el conjunto de personas que cumplen esta misión, de predicar y realizar el perdón de los pecados y de distribuir todas las gracias contenidas en los sacramentos.

Todo esto es el sentido de esta aparición de Jesús Resucitado. Y que se irá completando en otros encuentros de Jesús con los apóstoles, en los días previos a su Ascensión a los cielos. Jesús está aún en la tierra cuarenta días entre la Resurrección y la Ascensión, completando los últimos retoques de la formación de sus apóstoles. Y preparándolos así para la venida del Espíritu Santo, en que ya recibirán la fuerza de lo Alto, para ponerse en marcha.

Esto da también un sentido a todo el hecho de la Resurrección del Señor. El Señor ha vivido sus 33 años en la tierra, ha realizado la Obra de la Salvación encomendada por el Padre. Y ahora El se va, pero la Obra debe extenderse en el tiempo, y aplicarse a los hombres de todas las razas. El está entregando a sus apóstoles tres cofres llenos de riqueza: el primer cofre es la fe en Jesús Resucitado, el segundo cofre contiene un libro: las Sagradas Escrituras; y el tercer cofre lleno con los sacramentos, la gran riqueza de la gracia de Dios. Este es su trabajo final, como hombre antes de volver al Padre; pero seguirá caminando con nosotros hasta el final de los tiempos.
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Agradecemos al P. Franco SJ por su colaboración.

"¡Cristo ha resucitado, aleluya!"


AUDIENCIA GENERAL
DE SS BENEDICTO XVI

Miércoles 15 de abril de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

La tradicional audiencia general de los miércoles hoy está impregnada de gozo espiritual, el gozo que ningún sufrimiento ni pena pueden borrar, porque es un gozo que brota de la certeza de que Cristo, con su muerte y su resurrección, ha triunfado definitivamente sobre el mal y sobre la muerte. "¡Cristo ha resucitado, aleluya!", canta la Iglesia en fiesta. Y este clima festivo, estos sentimientos típicos de la Pascua, no sólo se prolongan durante esta semana, la octava de Pascua, sino que se extienden también a lo largo de los cincuenta días que van hasta Pentecostés. Más aún, podemos decir que el misterio de la Pascua abarca todo el arco de nuestra existencia.

En este tiempo litúrgico son realmente numerosas las referencias bíblicas y los estímulos a la meditación que se nos ofrecen para profundizar el significado y el valor de la Pascua. El via crucis, que en el Triduo sacro recorrimos con Jesús hasta el Calvario reviviendo su dolorosa pasión, en la solemne Vigilia pascual se transformó en el consolador via lucis. Podemos decir que todo este camino de sufrimiento, visto desde la resurrección, es camino de luz y de renacimiento espiritual, de paz interior y de firme esperanza. Después del llanto, después del desconcierto del Viernes santo, al que siguió el silencio lleno de espera del Sábado santo, al alba del "primer día después del sábado" resonó con vigor el anuncio de la Vida que ha derrotado a la muerte: "Dux vitae mortuus regnat vivus", "El Señor de la vida había muerto, pero ahora, vivo, triunfa".

La novedad conmovedora de la resurrección es tan importante que la Iglesia no cesa de proclamarla, prolongando su recuerdo especialmente cada domingo. En efecto, cada domingo es "día del Señor" y Pascua semanal del pueblo de Dios. Nuestros hermanos orientales, con el fin de evidenciar este misterio de salvación que afecta a nuestra vida diaria, en lengua rusa llaman al domingo "día de la resurrección" (voskrescénje).

Así pues, para nuestra fe y para nuestro testimonio cristiano es fundamental proclamar la resurrección de Jesús de Nazaret como acontecimiento real, histórico, atestiguado por muchos y autorizados testigos. Lo afirmamos con fuerza porque, también en nuestro tiempo, no falta quien trata de negar su historicidad reduciendo el relato evangélico a un mito, a una "visión" de los Apóstoles, retomando o presentando antiguas teorías, ya desgastadas, como nuevas y científicas.

Ciertamente, la resurrección no fue para Jesús un simple retorno a la vida anterior, pues en ese caso se trataría de algo del pasado: hace dos mil años uno resucitó, volvió a su vida anterior, como por ejemplo Lázaro. La Resurrección se sitúa en otra dimensión: es el paso a una dimensión de vida profundamente nueva, que nos toca también a nosotros, que afecta a toda la familia humana, a la historia y al universo.

Este acontecimiento, que introdujo una nueva dimensión de vida, una apertura de nuestro mundo hacia la vida eterna, cambió la existencia de los testigos oculares, como lo demuestran los relatos evangélicos y los demás escritos del Nuevo Testamento. Es un anuncio que generaciones enteras de hombres y mujeres a lo largo de los siglos han acogido con fe y han testimoniado a menudo al precio de su sangre, sabiendo que precisamente así entraban en esta nueva dimensión de la vida.

También este año, en Pascua resuena inmutable y siempre nueva, en todos los rincones de la tierra, esta buena nueva: Jesús, muerto en la cruz, ha resucitado y vive glorioso, porque ha derrotado el poder de la muerte, ha introducido al ser humano en una nueva comunión de vida con Dios y en Dios. Esta es la victoria de la Pascua, nuestra salvación. Así pues, podemos cantar con san Agustín: "La resurrección de Cristo es nuestra esperanza", porque nos introduce en un nuevo futuro.

Es verdad: la resurrección de Jesús funda nuestra firme esperanza e ilumina toda nuestra peregrinación terrena, incluido el enigma humano del dolor y de la muerte. La fe en Cristo crucificado y resucitado es el corazón de todo el mensaje evangélico, el núcleo central de nuestro "Credo". En un conocido pasaje paulino, contenido en la primera carta a los Corintios (1 Co 15, 3-8), podemos encontrar una expresión autorizada de ese "Credo" esencial. En él, el Apóstol, para responder a algunos miembros de la comunidad de Corinto que paradójicamente proclamaban la resurrección de Jesús pero negaban la de los muertos —nuestra esperanza—, transmite fielmente lo que él, Pablo, había recibido de la primera comunidad apostólica sobre la muerte y la resurrección del Señor.

Comienza con una afirmación casi perentoria: "Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, por el cual también sois salvados, si lo guardáis tal como os lo prediqué. Si no, habríais creído en vano" (vv. 1-2). Inmediatamente añade que ha transmitido lo que él mismo había recibido. Y a continuación viene el pasaje que hemos escuchado al inicio de nuestro encuentro. San Pablo presenta ante todo la muerte de Jesús y, en un texto tan escueto, pone dos añadiduras a la noticia de que "Cristo murió": la primera: murió "por nuestros pecados"; la segunda: "según las Escrituras" (v. 3). La expresión "según las Escrituras" pone el acontecimiento de la muerte del Señor en relación con la historia de la alianza veterotestamentaria de Dios con su pueblo, y nos hace comprender que la muerte del Hijo de Dios pertenece al entramado de la historia de la salvación; más aún, nos hace comprender que esa historia recibe de ella su lógica y su verdadero significado.

Hasta ese momento la muerte de Cristo había permanecido casi como un enigma, cuyo éxito era aún incierto. En el misterio pascual se cumplen las palabras de la Escritura, o sea, esta muerte realizada "según las Escrituras" es un acontecimiento que contiene en sí un logos, una lógica: la muerte de Cristo atestigua que la Palabra de Dios se hizo "carne", "historia" humana, hasta el fondo. Cómo y por qué sucedió eso se comprende gracias a la otra añadidura que san Pablo hace: Cristo murió "por nuestros pecados". Con estas palabras el texto paulino parece retomar la profecía de Isaías contenida en el cuarto canto del Siervo de Dios (cf. Is 53, 12). El Siervo de Dios —así dice el canto— "indefenso se entregó a la muerte", llevó "el pecado de muchos", e intercediendo por los "rebeldes" pudo obtener el don de la reconciliación de los hombres entre sí y de los hombres con Dios: su muerte es, por tanto, una muerte que pone fin a la muerte; el camino de la cruz lleva a la Resurrección.

En los versículos que siguen el Apóstol se refiere a la resurrección del Señor. Dice que Cristo "resucitó al tercer día según las Escrituras". ¡De nuevo "según las Escrituras"! No pocos exegetas ven en la expresión "resucitó al tercer día según las Escrituras" una alusión significativa a lo que se lee en el Salmo 16, donde el Salmista proclama: "No me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción" (v. 10). Este es uno de los textos del Antiguo Testamento que, en el cristianismo primitivo, se solía citar a menudo para probar el carácter mesiánico de Jesús. Dado que según la interpretación judía la corrupción comenzaba después del tercer día, las palabras de la Escritura se cumplen en Jesús, que resucita al tercer día, es decir, antes de que comience la corrupción.

San Pablo, transmitiendo fielmente la enseñanza de los Apóstoles, subraya que la victoria de Cristo sobre la muerte se produce por el poder creador de la Palabra de Dios. Este poder divino trae esperanza y alegría: este es, en definitiva, el contenido liberador de la revelación pascual. En la Pascua Dios se revela a sí mismo y revela el poder del amor trinitario que aniquila las fuerzas destructoras del mal y de la muerte.

Queridos hermanos y hermanas, dejémonos iluminar por el esplendor del Señor resucitado. Acojámoslo con fe y adhirámonos generosamente a su Evangelio, como hicieron los testigos privilegiados de su resurrección; como hizo, algunos años después, san Pablo, que se encontró con el divino Maestro de un modo extraordinario en el camino de Damasco. No podemos tener sólo para nosotros el anuncio de esta Verdad que cambia la vida de todos. Con humilde confianza oremos: "Oh Jesús, que resucitando de entre los muertos has anticipado nuestra resurrección, nosotros creemos en ti".

Me complace concluir con una exclamación que solía repetir Silvano del Monte Athos: "Alégrate, alma mía. Siempre es Pascua, porque Cristo resucitado es nuestra resurrección". Que la Virgen María nos ayude a cultivar en nosotros, y en nuestro entorno, este clima de alegría pascual, para ser testigos del Amor divino en todas las situaciones de nuestra vida.
Una vez más, ¡feliz Pascua a todos!
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Tomado de:

Dialogar, no pelear


P. Vicente Gallo S.J.

Cuando hablamos, podemos manifestar al otro nuestras divergencias en opiniones o actitudes; para contrastarlas y llegar a un acuerdo, o para reafirmarnos en nuestra posición. Conversar juntos puede ser también un modo de manifestar nuestras ideas para enriquecerlas, en el intercambio entre lo que pienso yo y lo que piensa el otro; para yo enseñar y que el otro a su vez me enseñe. Podemos manifestar también nuestro propio interior, nuestros sentimientos, sean de alegría, de tristeza, de temor o de rabia, en todos sus grados o matices. Pero siempre es hablando porque necesitamos que el otro nos escuche.

Con alguna ligereza de expresión, a todos esos modos de hablar y de escuchar los denominamos con la palabra común de «Dialogar». Sin embargo, sepamos distinguir. El primer modo, el de manifestar divergencias en opiniones o actitudes, es más bien «Confrontar», y a veces es necesario hacerlo, pero otras veces veremos que es simplemente útil; y en muchas ocasiones es contraproducente, pues genera mayor alejamiento o ruptura en la buena relación.

Antes de la confrontación, y para no derivar en desagradable pelea, se deben señalar en mutuo acuerdo las reglas que se han de seguir para evitar que se llegue a la no deseada ruptura o al alejamiento en la buena relación de amistad. Esas reglas serían, por ejemplo: no confrontar cuando no es necesario hacerlo, o cuando sería contraproducente y así lo sabemos. No salirse del tema, ni traer a colación otros asuntos a lo largo de esa confrontación. Evitar herir al otro con apodos, insultos, sarcasmos o críticas ofensivas al hacer la confrontación. No mezclar a otras personas en el problema, y menos a familiares.

Al confrontar, no buscar quién es el culpable, sino qué solución tiene el problema. Evitar las expresiones exageradas cómo «tú nunca», «tú siempre», «tú sólo», «tú jamás», u otras semejantes, qué, además de herir, no son verdaderas. Buscar que los dos salgan ganando, y ninguno de los dos se vea perdedor, sino concluir pudiendo decir siempre «yo gano y tú ganas» y terminar la confrontación sin dejarla a medias; hasta quedar los dos satisfechos y más amigos que antes por haberlo aclarado todo, que hacía tanta falta.

La «confrontación», decimos, es a veces necesaria y puede resultar muy útil para solucionar los problemas surgidos en la vida de relación. Pero aunque es a la que acudimos con tanta frecuencia, es mejor tratar de evitarla. Porque es muy difícil que no degenere en una amarga «pelea», que separa a la pareja antes de haberla tenido, ya que lo normal es que deje herido a los dos. Es muy difícil que en una confrontación se guarden debidamente todas las reglas de buena voluntad que hemos mencionado.

Hay otro modo de manifestar nuestro pensar o las cosas que conocemos, que ya si se puede llamar «Dialogar». Es un intercambio de ideas, correctamente llamado «Diálogo», como son los célebres «Diálogos de Platón». En la vida de pareja en matrimonio, ocurren muchas veces que pasan días y semanas, a caso hasta veces, sin que ambos hayan tenido una conversación juntos: sobre cualquier tema, pero sobre todo, sobre temas que atañen a los dos por igual y a su vida en común. Como consecuencia, sólo por semejante falta de comunicación, la relación de pareja se verá afectada muy negativamente creándose frialdad y distanciamiento.

Es muy importante que uno de los dos se de cuenta de ello y se lo haga reconocer al otro, a fin de decidir darse más tiempo para estar juntos y conversar. Cuanto más les interés a ambos los temas de conversación, mejores serán los resultados de ese conversar para su vida de relación. Intercambiar ideas para aclarase ambos y enriquecerse mutuamente en ellos es sumamente importante.

Aunque también el simple intercambiar ideas tiene sus reglas: la principal es la de evitar el uno y el otro la obcecación, la terquedad, o el querer uno humillar al otro con una pretendida superioridad: el estar pensando «yo soy mejor que tú», «yo se más que tú», «yo valgo más que tú», yo tengo más preparación que tú», «yo sé triunfar mejor que tú», «yo soy más importante que tú», «tú ante mi eres un pobre hombre o mujer», «tú tienes poco que decirme a mí», etc.

Es una «discusión pacífica», pensamos pero un simple «intercambio de ideas». Sin embargo, siempre deberán mantenerse los dos en el objetivo que se persigue: enriquecerse ambos con los aportes de la otra persona, desde el convencimiento de que todos tenemos algo que aprender de los otros, porque no es «mi verdad», ni tampoco «tu verdad» la que se busca, sino «la verdad» queriendo encontrarla juntos; convencidos de que la verdad es única, pero gracias a Dios, está muy repartido. Que no sea querer imponer al otro mis verdades como únicas.

Pareciera que todos tenemos esta certeza: de que, en el asunto de la verdad las cosas son tal como las vemos nosotros. Casi siempre pensamos que «la verdad» es la mía; y que la del otro es más que discutible, que es imperfecta. De este hecho procede que tal género de «diálogo» sobre ideas u opiniones, suelen derivar en «discusión» en una «pelea» en la que difícilmente se llega a una conclusión enriquecedora para nadie. Es tratar de que prevalezca la opinión mía sobre la del otro y quedarse; cada uno con su propia opinión: ambos pensando que la suya se ha impuesto, y ambos sintiéndose heridos porque el otro ha dudado de su opinión personal o por ver que ha sido atacada sin razones suficientes.

Los esposos en la vida matrimonial, y lo mismo un sacerdote con alguien de su comunidad o de su iglesia, es posible que alguna vez se vean obligados a tener una confrontación y ojalá logren que no degenere en pelea. En esos casos, han de cuidar con mucho esmero observar todas las reglas que ya anteriormente hemos mencionado para que la confrontación sea positiva. De todas las maneras, las confrontaciones se han de evitar en cuanto sea posible. Porque ya hemos dicho que esas reglas mencionadas para confrontar, están claras e indiscutibles, en la realidad de casi todas las confrontaciones es prácticamente imposible que se cumplan. Por lo general, termina siendo nefasto su resultado para la relación de pareja en matrimonio, o la de aquellos dos que hacen la confrontación. Las confrontaciones mal hechas no son creadoras de unidad, dejan latente o abierto algún rencor.

Podemos mencionar algunas situaciones en donde parecería necesario hacer una confrontación, en casos muy concretos de la vida real de pareja. Por ejemplo una sospecha fundada de infidelidad matrimonial; o una prolongada falta de transparencia en la economía familiar; acaso una divergencia sería en la educación que se da a los hijos; y tantos otros casos que atentan de modo parecido contra la buena relación de matrimonio. «Hablando se entiende la gente», suele decirse; pero quiera Dios que siempre se haga con amor y buscando amarse en adelante amarse más que antes de haber hablado sobre la cosa. Insisto en estas aclaraciones.

En la vida de pareja, decíamos también arriba, siempre fue un atentado contra la buena relación el darse poco tiempo para conversar juntos. Actualmente por las simples exigencias de los horarios laborales, este peligro es evidentemente mayor. Debemos insistir en afirmar que el vivir en verdadera relación de pareja exige tener frecuente conversación entre ambos. Aunque hablando del clima que hace, de las noticias de los periódicos, la televisión o la radio, o acerca de los amigos y los vecinos; también puede ser de sus propios sueños, de su trabajo, de sus aficiones personales, de sus habilidades, de cualquier cosa, pero hablar juntos.Hablando de lo que fuere, se hace amistad o cercanía; y se logra disfrutar de una cierta cercanía y paz. Si se conversa con medida, con buen ánimo y hasta con buen humor. Pues si no fuese así podría resultar una conversación enojosa, causando hastío, cansancio y hasta el distanciamiento o rechazo mutuo. « ¡Qué pesado -se dice entonces- eres insoportable! » y si no se dice por delicadeza, por dentro quizás se piensa. Conversar entonces los distancia más, haciendo que se rehúya el conversar otras veces para no caer en lo mismo.
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Homilías: Den gracias al Señor, porque es eterna su misericordia - Domingo 2º Pascua (B)




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P. José R. Martínez Galdeano, jesuita.

Lecturas: Hch 4,32-35;S.117; 1Jn5,1-6; Jn 20,19-31.


El domingo pasado hablé sobre la experiencia de Jesús resucitado. Expuse su necesidad, posibilidad y lugares u oportunidades que teníamos para ella. El evangelio de hoy nos plantea claramente el tema de la fe. San Juan es el autor del Nuevo Testamento que habla más de la fe. Está unido con el de la experiencia de Dios. Para que dos personas se comuniquen a fondo necesitan tenerse fe; nadie manifiesta su interior en quien no confía. Experiencia de Dios es entrar en el interior de Dios y dejar a Dios que entre en el mío y se apodere de él. Sin fe esto no es posible.

El evangelio nos narra dos apariciones. En la primera, noche del día mismo de resurrección, están presentes prácticamente todos los amigos de Jesús; pero hay uno que falta: Tomás. Jesús se ha aparecido a Pedro y todos creen que es verdad que ha resucitado. En la segunda, en el mismo lugar y una semana más tarde, están los mismos y además Tomás. Jesús acepta sus condiciones para creer y Tomás cree; pero Jesús cierra la aparición con un mensaje clave para nosotros: “Dichosos los que crean sin haber visto”.

El hombre tiene dos modos fundamentales de conocer: uno por experiencia y otro por fe. La experiencia siempre es mía, es propia, es la de mi ojo, oído, dolor, alegría. Por fe conozco lo que otro me comunica. Hay también otra fuente de conocimiento: partiendo de lo que conozco por fe o por experiencia, razonando con lógica, puedo conocer otras muchas cosas. Lo que digo es claro, obvio y evidente. A poco que reflexionemos, nos damos cuenta de que la inmensa mayoría de nuestros conocimientos son de fe. Por sola fe creemos no sólo que nuestros padres son nuestros padres, sino a los profesores, a los medios de comunicación, prácticamente a todo el mundo. Sin fe la vida social, la vida económica y aun la misma vida humana serían imposibles. Conviene darse cuenta de esto y de la aberración intelectual que supone eso de: ver para creer.

Lo dicho se refiere a la fe humana. Creemos en el testimonio de otros hombres. Pero como Dios se ha comunicado con el hombre (digámoslo más claro: ha hablado y habla al hombre), ese creer en lo que Dios me comunica es una fe divina. Esta fe divina me hace conocer cosas para mí imposibles de saber o de saberlas con la seguridad debida o de saber que Dios las considera importantes.

Pero hay más. Los que han sido profesores saben que hay alumnos con capacidad intelectual limitada, que, por mucho que se esfuercen, no son capaces de entender ciertas verdades y menos de demostrarlas. En la fe divina esto ocurre con todos los humanos. Ninguno es capaz de ver ni de aceptar las verdades que Dios nos manifiesta sin el complemento de una ayuda especial suya, la gracia sobrenatural. A esta gracia sobrenatural, que el mismo Dios nos da para que creamos, no tenemos nombre mejor que darle que el de la fe. Esta gracia de la fe puede ser para hacer posible el acto de fe del que aún no cree y así pueda decirle a Dios desde lo más interno de su ser: sí, creo, Señor. Es la gracia que recibe Pablo a las puertas de Damasco y que le hace exclamar: “¿Qué quieres que haga?” (Hch 22,10).

Pero además está la gracia permanente de la virtud de la fe, también sobrenatural, que se recibe en el sacramento del bautismo y que facilita ulteriores actos de fe, facilita que el cristiano, aun siendo niño, crea de modo sobrenatural (por eso, entre otras razones, es tan importante el bautismo de los niños recién nacidos). Cuando ese niño escucha la catequesis del contenido de la fe, cuando nosotros venimos a misa, leemos o escuchamos la palabra de Dios, etc., la virtud de la fe está actuando para entender y aun para que nos guste lo que oímos o hacemos.

Como toda virtud o capacidad de obrar, incluso natural, esta fe crece practicándola. La misa dominical, la oración, la limosna, el ayuno, la mortificación para superar defectos o practicar la caridad, el perdón, etc. son actos que aumentan la fe y nos hacen más capaces de obrar según ella más y mejor.

Tomás no estaba el primer día con los otros, no tuvo la experiencia de ver a Jesús y no creyó. El conjunto de todo aquel grupo, que cree ya que Jesús ha resucitado porque se lo ha dicho Pedro, al que ya se apareció Jesús, representa a la Iglesia. Tomás no estaba allí. Este hecho nos dice que la Iglesia es el lugar privilegiado para tener la experiencia de Jesús resucitado. Estar con la Iglesia se hace, cierto, en la misa dominical, pero también es escuchar su explicación del Evangelio, seguir sus orientaciones teológicas y morales, orar por ella, colaborar en su obra, confiar en ella, etc. Haciendo todo esto con fe tan grande como podamos, la iremos aumentando todavía más casi sin darnos cuenta. Esta es la fe que da vida a todos nuestros actos, incluso los religiosos como la misa o la oración. De nosotros precisamente dijo Jesús en este domingo: “Dichosos los que crean sin haber visto”.

Es lo que se verifica de modo maravilloso en el sacramento de la penitencia o perdón de los pecados. Hoy, domingo 2º de la Pascua de Resurrección, quiere la Iglesia que lo celebremos como el Domingo de la Misericordia Divina. “Como el Padre me ha enviado, así también les envío yo. A quien ustedes perdonen los pecados les quedan perdonados, a quienes se los retengan les quedan retenidos”. Lo ha dicho Dios. Ni la Iglesia ni ningún sacerdote perdona los pecados porque a él o a la gente se le haya ocurrido. Perdona porque Jesús le ha dado ese poder, que es naturalmente para que lo ejerza. Es cuestión de fe. Quien arrepentido de sus pecados, es decir con la decisión de poner los medios necesarios para no cometerlos en el futuro, los ha confesado, sabe, es decir conoce con certeza que ha sido perdonado. No se trata del alivio que se pueda tener por decirlo a otra persona, como al psicólogo, o por un mecanismo de autosugestión; se trata de la fe. Sabemos porque creemos. He confesado mis pecados sinceramente y arrepentido; la fe me dice que esos pecados para Dios han desaparecido, no existen más. Y aunque mi natural debilidad psicológica me haga temer, “Dios está por encima de nuestra conciencia y conoce todo” (1Jn 3,20) y no nos fundamos en nuestra conciencia sino en la fe .

Qué grande es la Misericordia de Dios. Entre las verdades que Dios nos ha revelado, es la de su Misericordia infinita aquella que ocupa el primer lugar. Hoy la Iglesia concede indulgencia plenaria a quien, visitando cualquier iglesia, con espíritu lejos de todo afecto de pecado incluso venial, al menos rece en presencia del Santísimo Sacramento de la Eucaristía el Padrenuestro y el Credo añadiendo una invocación a Jesús misericordioso (por ejemplo, “Jesús misericordioso, confío en Ti”).

Creamos y creamos en que el Señor es bueno y que es eterna su misericordia.




Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.

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P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog


La alegría del discípulo



Oración



Es maravilloso lo que has hecho, Señor Jesucristo;
para mí ha sido una verdadera sorpresa.
Mi alma está entusiasmada con tu resurrección.
No ceso de sonreír contigo
y de compartir las sonrisas de tus amigos.
¡Has ganado, Señor, sabemos que has ganado!
Has triunfado sobre todo lo peor que hemos hecho,
entre todos y cada uno por separado.
Has aplastado el poder de las tinieblas y la muerte
para caminar en paz, otra vez en nuestra carne,
y ya para siempre.
Ven a mí, gran Señor de la Vida,
como llegas hasta todos tus amigos.
Envíame a consolar a los que sufren junto a mí.
Ven, y envía a tus amigos a este mundo cotidiano,
para que, llenos de esperanza,
luchemos por el Reino de Dios.

Joseph Tetlow. SJ
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¡Alegraos! ¡Él vive!




Hedwig Lewis S.J.

La Resurrección de Jesús ha quedado simbólicamente reflejada en las vidas de sus discípulos. El Señor Resucitado entra en el «reducto» en el que se habían encerrado, después de la crucifixión: un reducto de oscuridad, incertidumbre, duda, desaliento, miedo y frustración. Él reanima sus espíritus e infunde en ellos una nueva vida. Los llena de paz y gozo.

Jesús Resucitado ahora no oculta su divinidad, como lo había hecho durante su Pasión, sino que manifiesta sus cualidades divinas para que sus amigos las vean y las experimenten. Y no lo hace apareciendo como un ángel revestido de luz, sino sencillamente, como un maestro cariñoso, un amigo querido un compañero de camino, un huésped amigable.


Libre de las limitaciones de su cuerpo físico, el Cristo Resucitado puede ir a donde la plazca. Observaremos cómo él se hace presente allí donde más le necesitan, para animar y consolar a sus discípulos. Es Cristo, el Consolador.


En tus oraciones, pide la gracia de sentir alegría porque el Señor ha resucitado, y valor para ir por todo el mundo e irradiar tu alegría por medio de tu generoso servicio.


Tomado del libro de EVC “En casa con Dios”
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¡FELIZ PASCUA!

¡ALELUYA!


¡CRISTO HA RESUCITADO!

¡Ha resucitado el Señor! Fantástico. Nos alegra infinito porque le amamos; porque injustamente condenado ha terminado venciendo sobre todas las artimañas de la injusticia, del odio, de la envidia, de lo peor que puede producir el corazón humano corrompido. El bien triunfó sobre el mal, el amor sobre el egoísmo, la santidad sobre el pecado.

Triunfó en la cruz. Triunfó en la persona y en el cuerpo crucificado de Cristo.

Y mucho más maravilloso, y es el fin último para el que Cristo vino y murió, porque ha quitado el pecado del mundo, ha vencido al pecado y a Satán y ha logrado que sus hermanos los hombres puedan participar de sus bienes divinos por toda la eternidad alabando al Padre, a Él y a su Espíritu.

La resurrección de Jesús ya ha comenzado a dar sus frutos en nosotros, los hombres. Nuestros pecados, si hemos puesto de nuestra parte el arrepentimiento, han sido borrados para siempre y no se nos pedirá cuenta de ellos. Además la vida de Cristo resucitado se nos ha comunicado ya. Esta comunicación se puede comparar a la luz que un espejo recibe del sol y la refleja. El espejo no produce la luz, pero sí la recibe y, recibiéndola, se transforma en foco de luz, que en cierto modo hace suya, y la envía a iluminar y dar calor a otro ser. Esto es una realidad maravillosa, misteriosa, pero real. Jesús mismo lo repite muchas veces, San Pablo lo está suponiendo constantemente: Su bautismo no es sólo en agua, sino en Espíritu; salta hasta la vida eterna; injerta en Cristo e incorpora a Él como sarmientos a la vid, que dan fruto por estar unidos a Él; comunica el Espíritu con su fuerza, sus dones, sus carismas. Por eso no es sólo que un día vayamos a resucitar, sino que desde ya hemos resucitado con Cristo; aunque ahora no se ha manifestado todavía lo que somos, hijos de Dios, pero un día se manifestará.

Todo esto no son meras metáforas, sino verdaderas realidades, no meramente prometidas, sino realizadas ya, machaconamente repetidas en la revelación. ¡Qué grande es el poder y la misericordia de Dios para con nosotros! Con Cristo y por Cristo hemos resucitado ya. ¡Que Él sea glorificado!


P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.

Lucharon vida y muerte
en singular batalla,
y, muerto el que es la Vida,
triunfante se levanta.
-¿Qué has visto de camino,
María, en la mañana?
- A mi Señor glorioso,
la tumba abandonada,
los ángeles testigos,
sudarios y mortaja.
¡Resucitó de veras
mi amor y mi esperanza!
Primicia de los muertos,
sabemos por tu gracia
que estás resucitado;
la muerte en ti no manda.
Rey vencedor,
apiádate de la miseria humana
y da a tus fieles parte
en tu victoria santa.

Secuencia de Pascua.

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Homilía del Papa por Pascua


SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Domingo de Pascua, 12 de abril de 2009


Queridos hermanos y hermanas,


«Ha sido inmolado Cristo, nuestra Pascua» (1 Co 5,7). Resuena en este día la exclamación de san Pablo que hemos escuchado en la segunda lectura, tomada de la primera Carta a los Corintios. Un texto que se remonta a veinte años apenas después de la muerte y resurrección de Jesús y que, no obstante, contiene en una síntesis impresionante – como es típico de algunas expresiones paulinas – la plena conciencia de la novedad cristiana. El símbolo central de la historia de la salvación – el cordero pascual – se identifica aquí con Jesús, llamado precisamente «nuestra Pascua». La Pascua judía, memorial de la liberación de la esclavitud de Egipto, prescribía el rito de la inmolación del cordero, un cordero por familia, según la ley mosaica. En su pasión y muerte, Jesús se revela como el Cordero de Dios «inmolado» en la cruz para quitar los pecados del mundo; fue muerto justamente en la hora en que se acostumbraba a inmolar los corderos en el Templo de Jerusalén. El sentido de este sacrificio suyo, lo había anticipado Él mismo durante la Última Cena, poniéndose en el lugar – bajo las especies del pan y el vino – de los elementos rituales de la cena de la Pascua. Así, podemos decir que Jesús, realmente, ha llevado a cumplimiento la tradición de la antigua Pascua y la ha transformado en su Pascua.

A partir de este nuevo sentido de la fiesta pascual, se comprende también la interpretación de san Pablo sobre los «ázimos». El Apóstol se refiere a una antigua costumbre judía, según la cual en la Pascua había que limpiar la casa hasta de las migajas de pan fermentado. Eso formaba parte del recuerdo de lo que había pasado con los antepasados en el momento de su huída de Egipto: teniendo que salir a toda prisa del país, llevaron consigo solamente panes sin levadura. Pero, al mismo tiempo, «los ázimos» eran un símbolo de purificación: eliminar lo viejo para dejar espacio a lo nuevo. Ahora, como explica san Pablo, también esta antigua tradición adquiere un nuevo sentido, precisamente a partir del nuevo «éxodo» que es el paso de Jesús de la muerte a la vida eterna. Y puesto que Cristo, como el verdadero Cordero, se ha sacrificado a sí mismo por nosotros, también nosotros, sus discípulos – gracias a Él y por medio de Él – podemos y debemos ser «masa nueva», «ázimos», liberados de todo residuo del viejo fermento del pecado: ya no más malicia y perversidad en nuestro corazón.

«Así, pues, celebremos la Pascua... con los panes ázimos de la sinceridad y la verdad». Esta exhortación de san Pablo con que termina la breve lectura que se ha proclamado hace poco, resuena aún más intensamente en el contexto del Año Paulino. Queridos hermanos y hermanas, acojamos la invitación del Apóstol; abramos el corazón a Cristo muerto y resucitado para que nos renueve, para que nos limpie del veneno del pecado y de la muerte y nos infunda la savia vital del Espíritu Santo: la vida divina y eterna. En la secuencia pascual, como haciendo eco a las palabras del Apóstol, hemos cantado: «Scimus Christum surrexisse / a mortuis vere» – sabemos que estás resucitado, la muerte en ti no manda. Sí, éste es precisamente el núcleo fundamental de nuestra profesión de fe; éste es hoy el grito de victoria que nos une a todos. Y si Jesús ha resucitado, y por tanto está vivo, ¿quién podrá jamás separarnos de Él? ¿Quién podrá privarnos de su amor que ha vencido al odio y ha derrotado la muerte? Que el anuncio de la Pascua se propague por el mundo con el jubiloso canto del aleluya. Cantémoslo con la boca, cantémoslo sobre todo con el corazón y con la vida, con un estilo de vida «ázimo», simple, humilde, y fecundo de buenas obras. «Surrexit Christus spes mea: / precedet suos in Galileam» - ¡Resucitó de veras mi esperanza! Venid a Galilea, el Señor allí aguarda. El Resucitado nos precede y nos acompaña por las vías del mundo. Él es nuestra esperanza, Él es la verdadera paz del mundo. Amén.
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Tomado de:

Mensaje Urbi et Orbi - Pascua


PASCUA 2009


SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero.


A todos vosotros dirijo de corazón la felicitación pascual con las palabras de san Agustín: «Resurrectio Domini, spes nostra», «la resurrección del Señor es nuestra esperanza» (Sermón 261,1). Con esta afirmación, el gran Obispo explicaba a sus fieles que Jesús resucitó para que nosotros, aunque destinados a la muerte, no desesperáramos, pensando que con la muerte se acaba totalmente la vida; Cristo ha resucitado para darnos la esperanza (cf. ibíd.).

En efecto, una de las preguntas que más angustian la existencia del hombre es precisamente ésta: ¿qué hay después de la muerte? Esta solemnidad nos permite responder a este enigma afirmando que la muerte no tiene la última palabra, porque al final es la Vida la que triunfa. Nuestra certeza no se basa en simples razonamientos humanos, sino en un dato histórico de fe: Jesucristo, crucificado y sepultado, ha resucitado con su cuerpo glorioso. Jesús ha resucitado para que también nosotros, creyendo en Él, podamos tener la vida eterna. Este anuncio está en el corazón del mensaje evangélico. San Pablo lo afirma con fuerza: «Si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación carece de sentido y vuestra fe lo mismo». Y añade: «Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados» (1 Co 15,14.19). Desde la aurora de Pascua una nueva primavera de esperanza llena el mundo; desde aquel día nuestra resurrección ya ha comenzado, porque la Pascua no marca simplemente un momento de la historia, sino el inicio de una condición nueva: Jesús ha resucitado no porque su recuerdo permanezca vivo en el corazón de sus discípulos, sino porque Él mismo vive en nosotros y en Él ya podemos gustar la alegría de la vida eterna.

Por tanto, la resurrección no es una teoría, sino una realidad histórica revelada por el Hombre Jesucristo mediante su «pascua», su «paso», que ha abierto una «nueva vía» entre la tierra y el Cielo (cf. Hb 10,20). No es un mito ni un sueño, no es una visión ni una utopía, no es una fábula, sino un acontecimiento único e irrepetible: Jesús de Nazaret, hijo de María, que en el crepúsculo del Viernes fue bajado de la cruz y sepultado, ha salido vencedor de la tumba. En efecto, al amanecer del primer día después del sábado, Pedro y Juan hallaron la tumba vacía. Magdalena y las otras mujeres encontraron a Jesús resucitado; lo reconocieron también los dos discípulos de Emaús en la fracción del pan; el Resucitado se apareció a los Apóstoles aquella tarde en el Cenáculo y luego a otros muchos discípulos en Galilea.

El anuncio de la resurrección del Señor ilumina las zonas oscuras del mundo en que vivimos. Me refiero particularmente al materialismo y al nihilismo, a esa visión del mundo que no logra transcender lo que es constatable experimentalmente, y se abate desconsolada en un sentimiento de la nada, que sería la meta definitiva de la existencia humana. En efecto, si Cristo no hubiera resucitado, el «vacío» acabaría ganando. Si quitamos a Cristo y su resurrección, no hay salida para el hombre, y toda su esperanza sería ilusoria. Pero, precisamente hoy, irrumpe con fuerza el anuncio de la resurrección del Señor, que responde a la pregunta recurrente de los escépticos, referida también por el libro del Eclesiastés: «¿Acaso hay algo de lo que se pueda decir: “Mira, esto es nuevo?”» (Qo 1,10). Sí, contestamos: todo se ha renovado en la mañana de Pascua. «Mors et vita / duello conflixere mirando: dux vitae mortuus / regnat vivus» - Lucharon vida y muerte / en singular batalla / y, muerto el que es Vida, / triunfante se levanta. Ésta es la novedad. Una novedad que cambia la existencia de quien la acoge, como sucedió a lo santos. Así, por ejemplo, le ocurrió a san Pablo.

En el contexto del Año Paulino, hemos tenido ocasión muchas veces de meditar sobre la experiencia del gran Apóstol. Saulo de Tarso, el perseguidor encarnizado de los cristianos, encontró a Cristo resucitado en el camino de Damasco y fue «conquistado» por Él. El resto lo sabemos. A Pablo le sucedió lo que más tarde él escribirá a los cristianos de Corinto: «El que vive con Cristo, es una criatura nueva; lo viejo ha pasado, ha llegado lo nuevo» (2 Co 5,17). Fijémonos en este gran evangelizador, que con el entusiasmo audaz de su acción apostólica, llevó el Evangelio a muchos pueblos del mundo de entonces. Que su enseñanza y ejemplo nos impulsen a buscar al Señor Jesús. Nos animen a confiar en Él, porque ahora el sentido de la nada, que tiende a intoxicar la humanidad, ha sido vencido por la luz y la esperanza que surgen de la resurrección. Ahora son verdaderas y reales las palabras del Salmo: «Ni la tiniebla es oscura para ti / la noche es clara como el día» (139[138],12). Ya no es la nada la que envuelve todo, sino la presencia amorosa de Dios. Más aún, hasta el reino mismo de la muerte ha sido liberado, porque también al «abismo» ha llegado el Verbo de la vida, aventado por el soplo del Espíritu (v. 8).

Si es verdad que la muerte ya no tiene poder sobre el hombre y el mundo, sin embargo quedan todavía muchos, demasiados signos de su antiguo dominio. Si, por la Pascua, Cristo ha extirpado la raíz del mal, necesita sin no obstante hombres y mujeres que lo ayuden siempre y en todo lugar a afianzar su victoria con sus mismas armas: las armas de la justicia y de la verdad, de la misericordia, del perdón y del amor. Éste es el mensaje que, con ocasión del reciente viaje apostólico a Camerún y Angola, he querido llevar a todo el Continente africano, que me ha recibido con gran entusiasmo y dispuesto a escuchar. En efecto, África sufre enormemente por conflictos crueles e interminables, a menudo olvidados, que laceran y ensangrientan varias de sus Naciones, y por el número cada vez mayor de sus hijos e hijas que acaban siendo víctimas del hambre, la pobreza y la enfermedad. El mismo mensaje repetiré con fuerza en Tierra Santa, donde tendré la alegría de ir dentro de algunas semanas. La difícil, pero indispensable reconciliación, que es premisa para un futuro de seguridad común y de pacífica convivencia, no se hará realidad sino por los esfuerzos renovados, perseverantes y sinceros para la solución del conflicto israelí-palestino. Luego, desde Tierra Santa, la mirada se ampliará a los Países limítrofes, al Medio Oriente, al mundo entero. En un tiempo de carestía global de alimentos, de desbarajuste financiero, de pobrezas antiguas y nuevas, de cambios climáticos preocupantes, de violencias y miserias que obligan a muchos a abandonar su tierra buscando una supervivencia menos incierta, de terrorismo siempre amenazante, de miedos crecientes ante un porvenir problemático, es urgente descubrir nuevamente perspectivas capaces de devolver la esperanza. Que nadie se arredre en esta batalla pacífica comenzada con la Pascua de Cristo, el cual, lo repito, busca hombres y mujeres que lo ayuden a afianzar su victoria con sus mismas armas, las de la justicia y la verdad, la misericordia, el perdón y el amor.

«Resurrectio Domini, spes nostra». La resurrección de Cristo es nuestra esperanza. La Iglesia proclama hoy esto con alegría: anuncia la esperanza, que Dios ha hecho firme e invencible resucitando a Jesucristo de entre los muertos; comunica la esperanza, que lleva en el corazón y quiere compartir con todos, en cualquier lugar, especialmente allí donde los cristianos sufren persecución a causa de su fe y su compromiso por la justicia y la paz; invoca la esperanza capaz de avivar el deseo del bien, también y sobre todo cuando cuesta. Hoy la Iglesia canta «el día en que actuó el Señor» e invita al gozo. Hoy la Iglesia ora, invoca a María, Estrella de la Esperanza, para que conduzca a la humanidad hacia el puerto seguro de la salvación, que es el corazón de Cristo, la Víctima pascual, el Cordero que «ha redimido al mundo», el Inocente que nos «ha reconciliado a nosotros, pecadores, con el Padre». A Él, Rey victorioso, a Él, crucificado y resucitado, gritamos con alegría nuestro Alleluia.


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Tomado de:

Homilías: Resurrección - La Pascua del Señor


Juan 20, 1-9
Adolfo Franco S.J.

Esta es la fiesta del Señor, este es el día esperado por todos los que necesitamos esperanza y salvación. Hoy día el canto que necesitamos cantar se dice con una palabra: Alleluya. Una palabra en que se encierra toda la alegría que podemos expresar. Es una palabra que brota del rincón más interior, donde se elaboran las cosas más personales y más sentidas, en donde están nuestros amores, nuestros más hondos sentimientos. Y desde ahí sale como un torrente incontenible, esta palabra: Alleluya. Es una fuerza superior que nos brota al ver el misterio admirable de Cristo vencedor de la muerte, y vencedor de todo lo que nos oprime, y de todo lo que nos hace tristes.

Y es precisamente una fiesta para todos los que tienen heridas hondas y por eso esperan que Cristo con su resurrección los resucite. Cristo con su resurrección hace efectivo el cumplimiento de las bienaventuranzas: Bienaventurados, los pobres, los que sufren, los perseguidos, y precisamente porque Cristo ha resucitado.

Por eso este Alleluya lo cantan con una fuerza especial los que casi nunca tienen fiesta, los pobres: aquellos que tienen la indigencia como una sombra inseparable: los que cuando terminan un pedazo de pan, no saben cuándo podrán encontrar el siguiente despojo; pero hoy es su fiesta, y con el esfuerzo que les sale de dentro, empujado por todas sus frustraciones, gritan para que todos lo sepamos: Alleluya, hoy es nuestro banquete, el banquete que nos compensa de tanta humillación acumulada.

Hoy es la fiesta, y el banquete de todos los cojos, ciegos, paralíticos, que son invitados a cantar este nuevo canto, porque los satisfechos, las personas que tienen ocupaciones “importantes” siempre encuentran pretextos para no estar en el banquete de Cristo. Los que viven del placer de sus propias posesiones, que acarician con el corazón insatisfecho y hambriento de riquezas; a esos les parece insípido el banquete del Alleluya. Esos muchas veces ni se dan cuenta de que ha llegado la luz que ilumina de verdad todas las cosas.

Hoy es la alegría de todos los que sufren, de los que están en los hospitales sin visitas y sin esperanza; se dan cuenta de que hoy es un día diferente, porque es el “día”, y saben que el sufrimiento y la soledad se les caerán de la piel, como la costra de una herida curada. Verán su piel completamente sana y su corazón dorado por la luz de la alegría; y tampoco podrán contenerse y cantarán con fuerzas nuevas y con voz armónica y con la energía del estruendo: Alleluya.

Todos los que no son nada, hoy día se juntan; se juntan los que no son importantes, los que valen poco; simplemente sirven para ser parte de un engranaje anónimo que hace funcionar la sociedad. Nunca su nombre se escribirá con mayúsculas, nadie les ha hecho nunca una reverencia, como se hace a los poderosos. Ellos nunca dejarán en la historia, o en los noticieros ni la mancha de una mosca. Pero hoy día se sienten “destacados”, con una silueta propia y nítida, porque son iluminados con el resplandor del Resucitado. Y también forman juntos un coro incontenible para cantar el Alleluya.

Porque es el día de la resurrección de Cristo, y esta es la fiesta de todos los tristes, el amparo de los que no tienen hogar, el refugio de los que duermen en el parque, la seguridad de los perseguidos por causa de los injustos. Es el banquete de los que amasan el pan con las lágrimas amargas. Todo esto se acabó: ahora hay fiesta, hay alegría, porque El ha hecho resucitar consigo a todos nosotros, todas nuestras sombras han desaparecido y nuestras fragilidades han sido fortificadas. Y es que hoy es el DIA que hizo el Señor, el día en que Cristo ha vencido y se lleva encadenadas todas nuestras cadenas.
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Id a Galilea. Allí lo veréis


José Antonio Pagolasan Sebastián
(Guipuzcoa)



ECLESALIA, 08/04/09.- El relato evangélico que se lee en la noche pascual es de una importancia excepcional. No sólo se anuncia la gran noticia de que el crucificado ha sido resucitado por Dios. Se nos indica, además, el camino que hemos de recorrer para verlo y encontrarnos con él.

Marcos habla de tres mujeres admirables que no pueden olvidar a Jesús. Son María de Magdala, María la de Santiago y Salomé. En sus corazones se ha despertado un proyecto absurdo que sólo puede nacer de su amor apasionado: «comprar aromas para ir al sepulcro a embalsamar su cadáver».

Lo sorprendente es que, al llegar al sepulcro, observan que está abierto. Cuando se acercan más, ven a un «joven vestido de blanco» que las tranquiliza de su sobresalto y les anuncia algo que jamás hubieran sospechado.

«¿Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado?». Es un error buscarlo en el mundo de los muertos. «No está aquí». Jesús no es un difunto más. No es el momento de llorarlo y rendirle homenajes. «Ha resucitado». Está vivo para siempre. Nunca podrá ser encontrado en el mundo de lo muerto, lo extinguido, lo acabado.

Pero, si no está en el sepulcro, ¿dónde se le puede ver?, ¿dónde nos podemos encontrar con él? El joven les recuerda a las mujeres algo que ya les había dicho Jesús: «Él va delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis». Para «ver» al resucitado hay que volver a Galilea. ¿Por qué? ¿Para qué?
Al resucitado no se le puede «ver» sin hacer su propio recorrido. Para experimentarlo lleno de vida en medio de nosotros, hay que volver al punto de partida y hacer la experiencia de lo que ha sido esa vida que ha llevado a Jesús a la crucifixión y resurrección. Si no es así, la «Resurrección» será para nosotros una doctrina sublime, un dogma sagrado, pero no experimentaremos a Jesús vivo en nosotros.

Galilea ha sido el escenario principal de su actuación. Allí le han visto sus discípulos curar, perdonar, liberar, acoger, despertar en todos una esperanza nueva. Ahora sus seguidores hemos de hacer lo mismo. No estamos solos. El resucitado va delante de nosotros. Lo iremos viendo si caminamos tras sus pasos. Lo más decisivo para experimentar al «resucitado» no es el estudio de la teología ni la celebración litúrgica sino el seguimiento fiel a Jesús.


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Tomado de Eclesalia

Resucitar a una nueva vida


Hedwig Lewis S.J.


En ninguna parte de la Escritura se nos dice cómo fue la resurrección de Jesús. No hubo testigos del acontecimiento; sigue siendo un misterio. Pero la experiencia que los discípulos tuvieron del Señor resucitado, durante «cuarenta días» después de su muerte y entierro, fue tan convincente que supuso la fundación de la cristiandad.

Para los discípulos, la experiencia de Pascua comenzó con una tumba vacía. Las mujeres, que fueron las primeras en llegar al sepulcro el domingo por la mañana, se alarmaron al encontrar la tumba vacía. Pedro volvió a casa perplejo. María Magdalena no sabía qué hacer, fuera de la tumba, creyendo que alguien había robado el cuerpo. A pesar de las afirmaciones de los ángeles, no se hallaban consolados no convencidos. ¡Parecía que su fe estaba muerta!

Solamente resurgió su fe después de haber visto, personalmente, al Señor Resucitado. Sus temores se tornaron en alegría, sus dudas en fe, sus desalientos en esperanza. La confusión y el miedo que siguieron a la crucifixión dieron paso a la convicción de que Jesús era, realmente, el Mesías. Todo lo que antes les había enseñado Jesús comenzaba ahora a tener sentido.

Jesús, ciertamente, estaba otra vez vivo. Pero su apariencia era distinta. Aun aquellos que habían vivido junto a Él tropezaron, al principio, con dificultades para reconocerlo. Pero había señales inequívocas que indicaban claramente que el que veían «era el Señor». Además, su fe ¡había revivido!

Resulta muy significativo que el Señor Resucitado se apareciera solamente a los que habían creído en Él, y no a los escribas y fariseos ni a las multitudes. No pretendía demostrar nada ante el público. Sólo quería reconstruir su comunidad de discípulos y hacer que el amor de éstos por Él fuera lo suficientemente poderoso como para tomar el mundo por asalto. Esto lo realizaría por medio de su Espíritu.

La resurrección de Jesús no es sólo un acontecimiento del pasado. Es una realidad del presente… y del futuro. El Señor Resucitado está hoy, en todas partes, vivo en su Espíritu. Enseña, cura e inspira. Y ejerce una poderosa influencia sobre los corazones de todo el pueblo.

Pidamos a Cristo dedicarnos con una entrega más profunda y con un mayor deseo de servirle, para continuar su obra de edificar el Reino de Dios sobre la tierra.


Tomado del libro de EVC “En casa con Dios”


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Séptima palabra: Padre en tus manos encomiendo mi espíritu
















Lc 23,46

P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.



Habiendo bebido el agua avinagrada, Jesús ha terminado cumpliendo con todo lo profetizado sobre él, excepto lo que ocurrirá tras su muerte. Ahora se vuelve al Padre y va a poner en claro el misterio más hondo de todo lo que ha ocurrido. No es una expresión de derrotado. Lo hace con una voz fuerte, la voz del triunfador que cruza victorioso la meta. Una vez más se remite a la palabra revelada: “A ti, Señor me acojo. No quede yo nunca defraudado. Tú, que eres justo, ponme a salvo, inclina tu oído hacia mí, ven aprisa a librarme, sé la roca de refugio, un baluarte donde me salve. Por tu nombre dirígeme y guíame, sácame de la red que me han tendido, porque tú eres mi amparo. A tus manos encomiendo mi espíritu, tú, el Dios leal, me librarás” (Salmo 31,1-6)

Jesús se dirige al Padre con confianza y con amor, reafirmando su actitud de siempre ante la vida, sus “sentimientos”, que expresa Pablo: “Siendo Dios, igual que el Padre, no presumió de ello. Y siendo también hombre, aceptó humilde la suerte como uno más, obedeciendo hasta morir y morir en la cruz” (Flp 2,6-8). Esto le fue tan especialmente doloroso en Gethsemaní que sintió que se moría de terror y pidió a su Padre con angustia: “Padre, si es posible; todo te es posible; que pase de mí este cáliz sin que yo tenga que beberlo. Pero... que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (v. Mt 26,39-42; Lc 22,42).

Sin embargo no le había sorprendido; lo había sabido siempre y lo aceptó desde el principio: “Al entrar en este mundo, lo dice: “Otros sacrificios y ofrendas no has querido. Por eso me has dado un cuerpo. No te agradan otros holocaustos y víctimas. Fue entonces cuando dije: Aquí vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hb 10,5s). Lo tuvo siempre presente y unos pocos días antes lo expresó públicamente: “Ha llegado la hora. Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. He llegado a esta hora para esto”. Él es el grano de trigo, que muere. Él tiene que morir: “Y cuando yo sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí” (v. Jn 1,23-32).

Se lo había dicho a los suyos repetidamente, lo quería el Padre, era la misión que le había encomendado: que se hiciese hombre, muriese en cruz por nuestros pecados, los de todos los hombres, y así pudiésemos ser salvos. “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para que el mundo sea salvo por él” (Jn 3,14-17). Esto es lo que había cumplido Jesús, esta es la conciencia que expresa en esta palabra.

Ahora estaba por fin levantado como la serpiente de Moisés en el desierto. Dentro de pocos momentos, con la lanzada del soldado, la misión habrá terminado; la ha cumplido a cabalidad; lo que era necesario que hiciera ya lo ha hecho; las puertas de la salvación están a punto de abrirse y no se cerrarán ya. Lo grita, para que se entere el mundo todo; porque a ese mundo le cuesta infinito entenderlo. No le entendieron ni sus mejores amigos cuando se lo profetizó por tres veces, ni a pesar de haber hablado muchas veces de “su hora”, ni de haberles recordado en la Cena que esa hora había llegado. Menos lo entendieron el Sumo Sacerdote ni el Sanedrín, ni Pilatos ni Herodes, ni el pueblo judío ni los soldados romanos, y menos ahora que estaba colgado en la cruz y a punto de morir. “¿Quién dio crédito a nuestra noticia? –predijo Isaías– y el poder del Señor ¿a quién se le reveló? No tenía apariencia ni presencia; despreciable y desecho de hombres, daba asco mirarlo. Nosotros le tuvimos por herido de Dios y humillado. Sin embargo ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestros pecados”. Ahí está el secreto de todo: “Soportó el castigo que nos trae la paz y por sus heridas hemos sido curados; pero, porque se dio a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días, lo que plazca al Señor se cumplirá por su mano, justificará a muchos y le daré su parte entre los grandes; porque indefenso se entregó a la muerte, llevó el pecado de todos los hombres e intercedió por los pecadores” (v. Is 53).

No es de un fracasado, no es de un derrotado. Y su palabra de despedida es un grito de victoria. Es la certeza de su glorificación que ha comenzado ya. Porque era la hora de la que había dicho que: “ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él” (Jn 13,31). Porque ahora iba a ser cuando “todo lo que pidamos al Padre en su nombre, Él lo hará, para que el Padre sea glorificado en el Hijo” (Jn 14,13). Porque él se ha convertido en la piedra angular y todo y sólo el que se apoye en ella se podrá salvar (S.118, 21s; Mt 21,42; 1Pe 2,7).

Él sabía que vencía. El Padre tenía con él un plan salvador para del hombre, pecador sí, pero que seguía siendo su criatura predilecta. Jesús ha cumplido su parte a cabalidad. Por eso el Padre lo ensalzó, le puso un nombre sobre todo nombre. “Se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el nombre sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor (es decir Dios como el Padre), para gloria de Dios Padre” (Flp 2,8-11)).

Se realiza la profecía del salmo: “Voy a proclamar el decreto del Señor. Él me ha dicho: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Pídemelo y te daré en herencia las naciones de la tierra, en posesión los confines de la tierra” (S. 2,7s). Porque “Él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). Nadie hubiera podido hacerlo de aquella manera perfecta, sobreabundante, satisfaciendo completamente a la justicia y al amor de Dios y a la libertad del hombre. A ninguna cabeza humana se le ocurrió ni se le hubiera podido ocurrir. Es un misterio maravilloso que, aun revelado, nos cuesta entender en lo más mínimo. No entendieron nada los discípulos cuando se lo anunció Jesús antes de suceder y repetidas veces. Sólo con la gracia del Espíritu Santo lo aceptaron después de Pentecostés. Se nos ha manifestado por revelación, pero sólo bajo la acción del Espíritu podemos entrar en el misterio que supone tanto amor de Dios para con nosotros en su Hijo. Porque sólo en Cristo “tenemos, por medio de su sangre, la redención, el perdón de los delitos y además con la abundancia infinita de su gracia, que se ha desbordado sobre nosotros ahora, en que el plan de salvación de Dios para los hombres llegó a su plenitud. Porque Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos por nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo y nos salvó por su gracia y mediante la fe” (v. Ef 1,7-10; 2,4-8). No pudieron creerlo los discípulos y por eso no pudieron creer en su resurrección.

Cristo pudo encomendar al Padre su espíritu porque había cumplido su palabra. Sólo Cristo ha sido capaz de saldar la deuda de nuestros pecados ofreciendo una compensación que igualase la falta que el pecado supone.

No ya Adán y Eva con el primer pecado. Todos nosotros con nuestros pecados hemos ido añadiendo a lo largo de la historia pecado tras pecado en número enorme (¿cuántos ceros tendría ese número?) y de enorme gravedad. El mundo de nuestros días, los que tienen todavía un mínimo de sentido moral, quedan aterrorizados ante un hombre que viola a su hija repetidamente durante años, ante desviaciones morales en verdad repugnantes y espeluznantes por su crueldad, por la injuria que se hace a la persona ofendida, por el vacío de sentido moral, el comportamiento repugnante y el asco que suscitan. Y no son unos cuantos pecados, son miles, millones de aberraciones que cada día hacen los hombres, que no son culpa de unos cuantos sino conducta normal de millones y millones, de todos los hombres, efecto de una actitud ante la vida permanente y que son constitutivo de la historia de la humanidad. Son brutalidades antihumanas, son embrutecimientos asquerosos, son falsedades, mentiras, que erradican toda fiabilidad y toda dignidad.

Hacerse hombre Jesús, prescindir de su condición divina de Dios Hijo, propia de la segunda persona de la Trinidad, llevaba obviamente la representación y el ser cabeza natural del género humano. Siendo Él el Hombre, el hombre perfecto, con una naturaleza humana en comunicación directa con la divinidad, ¿en qué otro hombre podría ponerse la representación de todo el género humano? Es claro que, si el Hijo de Dios se hacía hombre, sería el cabeza de toda la humanidad. De hecho cuando apareció y empezó a hablar y actuar, todos los hombres estuvieron de acuerdo en que nadie había hablado como él (Mt 7,28; 14,54; Jn 7,46), nadie había hecho obras como las que hacía él (Mc 2,12), nadie unía la bondad, la compasión, la simpatía y la acogida que dispensaba a todos, la bondad con la autoridad, el poder que se declaraba superior a todo lo humano y lo más cercano al de Dios (Jn 5,21-43). Se le acercaban los niños, se le acercaban los doctores, le venían los enfermos, los leprosos, le invitaban los fariseos y los publicanos, los que esperaban la salvación de Dios y los pecadores y pecadoras. No se recordaba un profeta como Él en toda la historia. A lo largo de los siglos (y el nuestro no es la excepción) Jesús sigue siendo el hombre cuya palabra se lee más, cuya doctrina no es indiferente a nadie, sea para seguirla sea para rechazarla, cuya obra, la Iglesia Católica, sigue anunciando que la salvación está en creer en Él. Ciertamente que la historia también está confirmando que este Jesús, que muere en la cruz, y nadie más tiene que ser el cabeza y representante ante Dios de todo los hombres. Pudo no hacerse hombre; pero, si se hizo, tenía y tiene que ser cabeza y representante de toda la humanidad ante Dios y los hombres.

Era además y es esta humanidad pecadora. Ha pecado desde el principio y se ha multiplicado el pecado. Pero un pecado no solo constituye una ofensa del pecador a Dios, tanto más grande cuanto es la dignidad infinita del Dios ofendido y su derecho a ser respetado y a que su amor, que ha dado al hombre todo lo bueno que posee, sea reconocido y creído, aceptado y agradecido. Para ofrecer a Dios algo que pueda compensar la maldad y la suciedad de tanto pecado se necesita una conciencia limpia y un grado de cercanía a la santidad divina que excepto el Hijo nadie tiene.

Así la misión del Hijo para salvarnos comienza por avalar la deuda pendiente de nuestros pecados. Cargó con todos ellos. Esta es una verdad de fe archí repetida en la Sagrada Escritura: “Nosotros le tuvimos por herido de Dios, pero ha sido molido por nuestros pecados. El Señor descargó sobre Él la culpa de todos nosotros. Llevó los pecados de todos” (Is 53 4-6.12). “El que no cometió pecado y en cuya boca no se halló engaño, sobre el madero llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia. Con sus heridas han sido ustedes curados” (1Pe 2,22.24). Desde un punto de vista religioso y profundo es por eso inútil la discusión de si fueron judíos o romanos los que condenaron y mataron a Cristo. Porque no fueron sino causas instrumentales. No es el verdugo el culpable de la muerte del reo, sino sus acusadores, sus jueces, los que tal vez descargaron sobre él sus culpas. Por eso la primera visión de una persona de fe ante Cristo en la cruz es: muere por mis pecados. “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Ro 5,8). “A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él” (1Cor 5,21). Esta es la tragedia que despedaza el corazón de Cristo desde el huerto y que manifestó con aquel: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (s. 22,1) Y que continúa con expresiones como: “mi oración no te alcanza”, “no respondes”, “no me haces caso”, “no te quedes lejos”, “nadie me socorre” mi corazón se derrite en mis entrañas”, “me aprietas contra el polvo de la muerte”, “no te quedes lejos”, “ven corriendo a ayudarme”. ¿Es la misma persona la que fue recordando en la cruz este salmo y aquella que decía: “El Padre me ama, porque doy mi vida para recobrarla de nuevo, el Padre y yo somos una sola cosa, quién me acusará a mí de pecado, Yo sé que Tú siempre me escuchas” (Jn 10,17.30; 8,46;11,42)?. Aquel sentimiento de separación del Padre viene a ser, en medio de los sufrimientos de Cristo en su pasión, lo más parecido a las penas de los condenados, cuya mayor pena es la separación de Dios. Cristo se ve hecho pecado, lejos de Dios.

Por fin el pecado es desobediencia contra Dios. Es ponerse a sí mismo como Dios. Es la no aceptación de las limitaciones que Dios me ha puesto y es hacerme dueño de la ciencia del bien y del mal, una fruta terriblemente tentadora para el hombre. Es hacerse autónomo de Dios, borrar a Dios del horizonte de la existencia. Por eso es coherente que la satisfacción por el pecado que Cristo iba a dar, fuera la obediencia hasta la muerte. En una obediencia así, como la que se pidió a Abrahán cuando el sacrificio de su hijo Isaac en el monte Moria, que representaba proféticamente el de Cristo en el monte Calvario, es donde se reconoce el señorío absoluto de Dios. Y, como el pecado entraña la soberbia de hacerse igual y aun más que Dios, la satisfacción hasta la muerte debía ser hasta la muerte de los esclavos, hasta la muerte en cruz (un ciudadano romano no podía ser crucificado ni los judíos tenían en su ordenamiento jurídico la condena a la cruz).

Pero Jesús al morir seguía siendo el Hijo de Dios. Y aquella obediencia de un hombre que también era Dios tenía un valor infinito, divino. Muriendo en la cruz por nuestros pecados, Jesús daba al Padre la mejor manifestación que puede pensarse de su dignidad y del respeto que merece: Lo glorificaba de una forma que no puede ni siquiera pensarse como más grande. “Si por el delito de uno solo murieron todos, ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre Jesucristo se han desbordado sobre nosotros! Porque donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Ro 5,15.20).

Con aquella muerte de Jesús quedaban definitivamente saldados los pecados de la humanidad entera, a la que Dios tanto quería y quiere, a la que creó a su imagen y semejanza y le dio el dominio de todo el universo, con la que quería compartir su propia vida, haciéndolos sus hijos; porque “no sólo nos llamamos, sino que somos hijos de Dios” (Ro 8; 1Jn). Con aquella muerte el amor de Dios se hacía patente y se demostraba también su omnipotencia; porque si grande es la omnipotencia de Dios, mayor es su misericordia. Aquella muerte iba a romper todos los obstáculos para que el amor infinito de Dios inundase la humanidad. De ese mismo amor del Padre vive el Hijo. Porque todo lo que tiene el Hijo es común con el Padre, sobre todo el amor que nos tiene. El amor ha cumplido, porque no hay mayor amor que el que da la vida por el amigo, el amor ha llegado a todos los hombres, el amor puede cambiar el mundo, puede cambiar los corazones de piedra. Su obra en este mundo ha terminado. Un hombre ha dado a Dios la gloria que se merece, un hombre ha podido compensar a Dios con su obediencia la gloria que le negaron tantas desobediencias. Dios puede estar contento de haber creado al hombre y haberlo creado para su gloria, porque un hombre, Jesús, se la está dando. “Ahorita sí, Padre, ahorita ya, ahorita recíbeme, ahorita en tus manos encomiendo mi espíritu”. Un grito de victoria, una mirada que llega hasta los últimos límites del espacio y del tiempo y alcanza el corazón de todos, y una mirada al Cielo, al Padre, y “entregó su espíritu”. La cabeza se inclina y el rostro mira hacia los hombres.

Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. “Tanto amo Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito”. Haciendo la voluntad del Padre, Jesús ha abierto para el hombre las puertas de su misericordia. Se ha realizado lo que el Padre pidió. “La prueba de que Dios nos ama, es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. Justificados ahora por su sangre, con cuánta más razón seremos ahora salvos por él,” (Ro 5,9s).

Al entregar al Padre su espíritu, le ha entregado todo lo que llevó siempre dentro. Y el primer lugar (y de esto no cabe la menor duda) somos los hombres y su liberación del pecado lo que está en primer lugar. Por eso acudamos a Cristo crucificado. Miremos al traspasado. Mirémoslo confiados en su misericordia. “Acerquémonos confiadamente a ese trono de gracia para alcanzar misericordia y hallar la gracia que necesitamos” (v. Hb 4,16), porque con su obediencia se ha hecho causa de nuestra salvación (v. Hb 5,8s). Sea la misericordia de Dios el eje de nuestra oración y de nuestra piedad. Porque si Dios permitió que cayéramos en desobediencia y pecado, fue para que tuviéramos experiencia de su misericordia (v. Ro 11,32). Porque “Dios ama la justicia y el derecho, pero su misericordia llena la tierra” (S. 33,5).

Mirémoslo como el centurión: Este hombre era justo, era, es el hijo de Dios muerto por mis pecados y para mi salvación. Confiemos. Que “la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. ¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvos de la cólera! Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!” (Ro 5,8-10).

Miremos y entremos. Porque no basta con mirar. Es necesario entrar y seguir. Como María hasta la cruz y luego hasta el sepulcro y luego acompañando a la Iglesia con su oración en Cenáculo y hasta el final de su vida. Y el que le sigue debe cargar su cruz. No nos lamentemos tanto de nuestras cruces. Ni, mucho menos, echemos la culpa a Dios y le acusemos de que no las merecemos. ¿La cruz es sólo para Cristo? ¿Qué clase de fe es ésa? Debemos completar en nuestros cuerpos lo que falta a la pasión de Cristo (Col 1,24). Afrontemos la cruz de la corrección de nuestros propios pecados, las consecuencias molestas de nuestros propios pecados y defectos humanos, del esfuerzo necesario para evitar el pecado y practicar la virtud, muy en especial la caridad. No olvidemos que “por lo demás sabemos (es decir es obvio, es un principio general) que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman, de aquellos que han sido llamados según su designio” (Ro 8,28). Antes o después todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios. Estamos llamados a morir como Jesús y todos podemos llegar a ser capaces de dar ese grito: “¡Padre!”, llamándole así, Padre, con cariño, con amor, con confianza, en tus manos encomiendo mi espíritu. Entrega, pues, tu espíritu al Señor ya, renueva tu entrega cada día, ante cada cruz. Y no te parezca tarde, ni te parezca pronto. Que el último de los trabajadores de la viña recibió el salario de los primeros y el buen ladrón alcanzó ese mismo día el Paraíso. Porque “si el malvado se convierte, vivirá; pero si el justo se aparta de su justicia, morirá” (v. Ez 18,21.24).

¡Ojalá todos muramos como Cristo! ¡Ojalá podamos decir: para mí la vida es Cristo y Cristo crucificado! Cuyo manjar fue hacer la voluntad del Padre. Procuremos hacerlo así y pidamos la gracia para ello. Entonces tendremos la fuerza que tuvo Jesús para afrontar su pasión sin una queja y en la hora de la muerte podamos con confianza orar al Padre amado: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.