Homilías: Permanezcan en Mí y Yo en ustedes - Domingo 5º Pascua (B)




P. José R. Martínez Galdeano S.J.

Lecturas: Hch 2,26-31; S. 21,26ss; 1Jn 3,18-24; Jn 15,1-8


La liturgia sigue presentándonos el tema de la Iglesia. Los evangelios de hoy y del próximo domingo en el texto están unidos. Nos encontramos en la Última Cena. En ella Jesús va a instituir el sacramento de la Eucaristía, culmen –como saben – de la vida de la Iglesia; ya no le quedan más que 50 días para terminar su obra en Pentecostés; es decir que Jesús empieza a dar sus últimas pinceladas a su obra: la Iglesia.

Habla, pues, de la Iglesia. A sí mismo y a ella los compara con la vid y los sarmientos. En otros lugares la Escritura habla de cabeza-cuerpo y de esposo-esposa para expresar la unión de Cristo con nosotros tras el bautismo. Cada una de estas metáforas o comparaciones expresa un matiz diverso de dicha relación. La de hoy, la vid y los sarmientos, resalta esto: Que en el bautismo Cristo a los creyentes les comunica de verdad una realidad nueva, con la que no nacieron ni se puede adquirir con ninguna técnica humana, que les viene de Cristo resucitado y les mantiene establemente unidos a Él. El creyente debe hacer obras buenas, pero sólo gracias a esa realidad y unión con Cristo podrá hacerlas. Porque, además, debe hacerlas; eso es ser discípulo. Caso de no hacer obras buenas, Dios lo separará de Cristo para que arda en el Infierno.

En la historia de la teología hay un autor, Scheeben, a quien le alteraba el hecho del poco aprecio de los fieles por la gracia. Creo que el fenómeno continúa. ¿No es verdad que gran parte de los católicos conciben su fe como una regla de comportamiento moral? La vida y obra de Jesucristo es un ejemplo para que nuestras obras sean mejores, nada más. Los que de ustedes piensan así están equivocados. He tratado de decírselo, pero hoy lo quiero afirmar con más claridad. Lo que nos da Jesucristo es más que una doctrina moral, es una vida real como lo es nuestra vida humana.

El ejemplo de la vid y los sarmientos, que pone el mismo Jesús, ilustra bien el misterio. La cepa de la vid, las raíces y el tronco, producen la savia que comunica la vida a los sarmientos. Cuando la rama de una especie frutal se injerta en un tronco de especie diferente, recibe la savia del nuevo tronco, vive ahora de ella y produce frutos que son distintos de los de su especie de origen. Cuando un ser de la especie hombre es bautizado, sucede en realidad que es injertado en la vid, que es Cristo, y viene a ser un sarmiento que recibe una nueva vida, la vida de Cristo resucitado. Ese hombre ha cambiado realmente. Como la vida de Cristo es la del Hijo de Dios, él ahora ha sido convertido en hijo de Dios; recordemos el texto de San Juan del domingo pasado: “Miren qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos” (1Jn 3,1). Lo mismo dice San Pablo (Ro 8,16).

Esta vida no la vemos, pero existe. No todo lo que existe se ve. No vemos la vida de los animales ni la nuestra, pero con la razón deducimos que están o no por sus efectos. No es lo mismo un hombre o un animal vivo que muerto. En nuestro caso sabemos de la realidad de la vida, que nos da Dios en el bautismo, por la revelación; porque Dios no lo ha manifestado por Jesucristo y también por San Pablo y otros apóstoles y profetas.

A esta vida la llamamos “gracia santificante”: Gracia porque es gratuita, es decir que el hombre no puede hacer nada cuyo efecto natural sea conseguirla; Dios la da sin mérito del hombre que la recibe, por solo su bondad y amor. Y “santificante” porque santifica, hace santo al hombre, es decir le comunica la santidad, la perfección de Dios, que es “ser santo”.

Esta santificación del bautizado se realiza por la comunicación del Espíritu Santo, que pasa a habitar el alma y le comunica de lo suyo. Repito que estos datos, como éste de la inhabitación, los conocemos sólo por la revelación. La Escritura dice que somos “templos de Dios” (1Co 3,16). Nosotros podemos traer comparaciones y razonamientos que nos hagan algo más comprensibles esos datos. La participación del Espíritu es algo así como la participación del calor y de la luz del sol con los rayos que proceden de él. Esos rayos, por ejemplo, penetran en un cristal de diamante y lo transforman dándole unas irisaciones maravillosas. Así el Espíritu en el alma, al impregnarla, la transforma, dándole una serie de capacidades para obrar nuevas. El alma humana da al hombre la capacidad intelectual y la voluntad espiritual con las que puede razonar, admirar la belleza, querer el bien moral, aborrecer el mal y otras muchas actividades del espíritu. Un animal no puede hacer esas operaciones. De una manera semejante el Espíritu Santo da al bautizado las virtudes o capacidades de la fe, la esperanza y la caridad. Con la fe el creyente cree (y a veces con facilidad) en las verdades de la fe, admira su belleza, valora positivamente su contenido, las relaciona unas con otras, etc. Con la esperanza se estimula su espíritu a esforzarse por alcanzar los premios que le esperan en el futuro, se estimula su esfuerzo para ello con entusiasmo. Con la caridad se ve amado por ese Dios que se le ha manifestado, es inclinado a su vez a amarlo y agradecerle sus dones, se alegra cuando lo siente cerca, se ve motivado a servirle y complacerle con las obras en su honor y también en servicio de los demás, a los que ve como hermanos e hijos del mismo Padre.

Así como la savia, que circula por los sarmientos, hace que den fruto, así esa presencia del Espíritu, que viene de la unión con Cristo, hace que cada uno, como sarmiento vivo, dé fruto de buenas obras, es decir de obras producidas por las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad.
Ustedes comprenden que el tema sería muy extenso. Pero lo dicho es la punta de un iceberg que muestra la hermosura y grandeza del contenido de nuestra fe. A quien no ha oído nunca a Mozart o a Beethoven es inútil preguntarle si les gustan. Hay que oírlos muchas veces, hay que entender de música para gustarlos y entusiasmarse con ellos. Aquí parecido. Es grande y hermosa nuestra fe. Es una maravilla saber y escuchar de Dios mismo en nuestro propio corazón que nos ama, que nos ha perdonado, que nos espera, que nos envía, que está cerca. Es fantástico escuchar las voces de Dios y de Jesús. “El justo vive de la fe” (Ga 3,11). Háganlo, pidan esa gracia al Señor cada día. “Gusten y vean qué bueno es el Señor. Dichoso quien se acoge a Él” (S.34,9). Porque (una advertencia final): la fe, esperanza y caridad, crecen con el ejercicio, con la oración, con la lectura de la Escritura y de las fuentes de la fe, con la práctica de la caridad y el servicio a los demás. “Con esto recibe gloria mi Padre, con que den ustedes fruto abundante. Así serán discípulos míos”.
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Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.

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P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog


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