Cristología II - 27° Parte: El Valor de la reparación de Cristo



P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA


9. El VALOR REPRESENTATIVO DE LA REPARACIÓN DE CRISTO


Después de haber analizado el acto redentor atendiendo a las relaciones de Cristo con el Padre, debemos considerarlo prestando atención a las relaciones de Cristo con los hombres. El problema estriba en saber el alcance que encierra el valor representativo de la reparación ofrecida por el Salvador.

En razón de este valor representativo, la teología habla de "satisfacción vicaria", esto es, realizada en lugar nuestro. La expresión es relativamente reciente, pero la idea es mucho más antigua, pues se encuentra ya en la profecía del Siervo de Yahvé, inocente, cargando con nuestras culpas, que ofrece su vida en sacrificio expiatorio por la multitud de los pecadores. Jesús la emplea de nuevo cuando se designa a sí mismo como el Hijo del hombre que da su vida en rescate de muchos. Se puede seguir el desarrollo de la idea en la doctrina de S. Pablo, en la Tradición patrística, en la teología posterior. Sto. Tomás declara que Cristo ha tomado sobre sí mismo en lugar nuestro, en nuestra naturaleza, las penas del pecado del género humano. Cristo ha soportado las penas por nosotros, y en nuestro lugar. Vamos a ver a continuación las diversas teorías teológicas acerca de la sustitución.


9.1. LA TEORÍA DE LA SUSTITUCIÓN PENAL
9.1.1. Sustitución penal y cabrito emisario

La sustitución implicada en el valor representativo de la reparación ha sido interpretada por algunos como "una sustitución penal".

Ya hemos visto cómo en los escritos de los primeros Reformadores protestantes se formuló esta concepción: Cristo ha sido considerado como pecador por el mismo Dios (Lutero); ha sido condenado por un veredicto que reprochaba nuestro pecado; ha sido castigado por Dios a causa de nuestras culpas; ha sufrido la pena del infierno o una pena equivalente a la condenación eterna. La sustitución penal reviste, pues, varios aspectos: sustitución en la culpabilidad, en la condena, en el castigo, en el tormento infernal, (todo esto según los luteranos).

Esta teoría ha tratado de apoyarse en los ritos cultuales del AT. Ahora bien, uno de esos ritos parecía demostrar que los pecados se transferían a la víctima expiatoria. Para justificar la sustitución el discípulo de Calvino, Teodoro de Beza, invocó el rito del chivo expiatorio de la fiesta del Yom Kippur, en el que dice que la figura de este chivo es: "Cristo hecho pecado por nosotros esto es, pecador, no en sí mismo sino por habérsele imputado la culpabilidad de nuestros pecados".

Se sabe, en efecto, que en la fiesta de la "expiación", (Yom Kippur) se presentaban al sumo sacerdote dos chivos; uno estaba destinado a ser inmolado, en expiación de los pecados de Israel, mientras que el otro chivo era cargado con aquellos pecados: "imponiendo ambas manos sobre la cabeza del chivo vivo, Aarón, hará confesión sobre él de todas las iniquidades de los israelitas y de todas las rebeldías en todos los pecados de ellos y cargándolas sobre la cabeza del chivo, lo enviará al desierto por medio de un hombre dispuesto para ello, y el chivo llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos al desierto",  Lev 16, 21-22.

Así el chivo expiatorio ha sido considerado como una imagen realmente apropiada para indicar cómo Cristo pudo ser cargado con las culpas de la humanidad. Esta imagen no sólo la han tomado teólogos protestantes, también algunos católicos. No olvidemos que son teorías teológicas de la sustitución.

9.1.2. Crítica de la transmisión del pecado y de la imagen del chivo expiatorio

El chivo expiatorio, no puede ser considerado como figura de Cristo, porque difiere de él en dos aspectos esenciales:

El chivo no era inmolado ni ofrecido en sacrificio, era sencillamente conducido al desierto como si los pecados fueran transportados por él al paraje donde moraba el demonio Azazel, Lev 16, 10. Además era considerado como inmundo, contaminando a aquellos que lo tocaban, incurrían en impureza legal. Por eso carecía de las condiciones requeridas para un sacrificio válido, puesto que una víctima, para ser grata a Dios, debe ser limpia, sin tacha. En consecuencia el chivo expiatorio no prefiguraba a Cristo, víctima válida e inmaculada; el rito que se relacionaba con él presentaba simplemente la imagen de eliminación de los pecados, de purificación del pueblo.

Por lo que respecta al principio según el cual en los ritos sacrificiales judaicos los pecados eran transferidos sobre la víctima mediante la imposición de las manos, se trata de una conclusión errónea, infundadamente deducida del rito efectuado sobre el chivo expiatorio, rito que en realidad no era sacrificial. El poder expiatorio del sacrificio no dependía de la imposición de las manos, y ésta no se ordenaba a operar una transmisión de los pecados a la víctima. Por consiguiente, para explicar el sacrificio de Cristo no se puede recurrir a la sustitución que habría implicado todo sacrificio expiatorio; no se puede pretender que "la inmolación en el sacrificio expiatorio, revista el aspecto de una sustitución penal".

Por lo demás no hay ningún principio general del ritual sacrificial judaico que pueda dar una explicación del sacrificio de Cristo, ya que este último presenta una característica excepcional: la expiación efectuada por un inocente en lugar de los culpables, expiación, de la que por primera vez se encuentra una idea en el cuarto cántico del Siervo de Yahvé, al margen de cualquier perspectiva ritual o cultual.

9.1.3. Naturaleza no penal de la sustitución del inocente a los culpables

La sustitución penal no tiene lo suficientemente en cuenta la inocencia y santidad que comporta la filiación divina de Jesús, y que son esenciales al valor del sacrificio de la cruz. Esta sustitución atribuye a Cristo algo de pecado, transfiriéndole la culpabilidad condena y el castigo que correspondía a los hombres pecadores. Ahora bien, si Cristo ha podido expiar en nuestro puesto, es precisamente porque no tenía ni habría podido tener culpabilidad ninguna, ni siquiera sustitutiva, y porque sobre él no podía recaer ni la condena ni el castigo del pecado. Por eso no se puede afirmar de ningún modo que Cristo fuera pecador, no lo fue en su sacrificio ni a los de Dios ni a los ojos de los hombres, ya que fue condenado a muerte como inocente. Tampoco se puede sostener que Cristo fue castigado, pues un castigo, si ha de ser justo, sólo puede afectar al culpable. Todavía menos se puede decir que padeció la pena del infierno o una pena equivalente, pues esa pena supone el desorden íntimo causado en la conciencia por el pecado.

Lutero que lleva hasta el extremo la lógica de la teoría de la "sustitución", atribuye a Jesús, en medio de su abandono, un desorden anímico análogo al del alma pecadora y rebelde. Pero, ¿se puede considerar el alma de Cristo como marcada por el estigma del pecado? Aquí es donde se manifiesta con más claridad el error inherente al principio luterano de interpretación de la muerte del Salvador. Lutero describe la actitud y la situación de Cristo en su sacrificio como la más semejante a la actitud y a la situación del pecador. Ahora bien, el sacrificio tiene valor precisamente porque implica en Jesús una actitud contraria a la del pecado. Cristo se ha hecho semejante a los hombres en todo menos en el pecado: en el ámbito del pecado o existe la menor semejanza, y Cristo nos salvó porque fue al mismo tiempo semejante a nosotros en la naturaleza humana, pero desemejante de nosotros por su inocencia total. Es cierto que la muerte y los sufrimientos habían sido anunciados y descritos en el AT. como castigo del pecado. La parte de verdad que existe en la teoría de la sustitución penal está en el hecho de que Jesús sí sustituyó a los hombres pecadores para tomar sobre sí la muerte y los sufrimientos, que habrían sido la pena debida al pecado. Decimos que "habrían sido", ya que muerte y sufrimientos habrían sido el castigo si hubieran simplemente caído sobre los pecadores en la medida de su culpabilidad, pero como afligían a un inocente ya no podían tener un carácter de castigo. Por consiguiente, con respecto a Cristo, no eran una pena debida al pecado, como lo hubieran sido respecto a nosotros. Por el mismo hecho de haberse sustituido Cristo a los pecadores, hubo una sustitución del sacrificio al castigo, de la satisfacción a la pena. De esta forma, la sustitución por tratarse de una sustitución de un inocente a los culpables, no puede ser propiamente una sustitución penal. Cesa de ser penal precisamente en tanto en cuanto es sustitución.

Es cierto que en el suplicio de Cristo sobre la cruz nos percatamos de la gravedad de nuestras culpas; la magnitud de la reparación o del sacrificio nos hace ver la magnitud de la ofensa. En el inmenso dolor de Cristo crucificado reconocemos un signo de la inmensa reprobación que Dios muestra hacia el pecado. Pero lo que se manifiesta directamente no es esa reprobación, dado que semejante reprobación divina hacia el pecado de ningún modo recae sobre Cristo, que es santo e inocente. Lo que directamente se manifiesta en los sufrimientos del Calvario es la inmensidad de la reparación y del amor que la inspira; la cruz muestra elocuentemente no ya la condenación del pecado, sino su reparación. Así el Viernes Santo no es un "no" de Dios que responda al "no" del pecado, sino el grandioso "sí" de Dios, que entrega a su Hijo a la muerte con miras al perdón, y el grandioso "sí" de Cristo, dirigido solemnemente al Padre en nombre de todos los hombres.

Cristo ocupa el lugar de todos los pecadores, pero no para personificar el pecado, sino para personificar una reparación de la que los pecadores eran incapaces por sí mismos.

9.1.4. El desamparo

Apliquemos concretamente esta crítica a la interpretación del "desamparo" de Cristo en el Calvario. Es cierto que una de las penas del pecado consiste en quedar desamparado de Dios: después de la ruptura de la alianza, el pecador no goza ya de la amistad divina; por haber abandonado a Dios, él es abandonado por Dios. Esto es lo que explica el abandono experimentado por Cristo en el Calvario. Jesús se sintió abandonado por el Padre a fin de expiar de ese modo las culpas de la humanidad que habían merecido la separación de Dios. Sin embargo, en Cristo ese abandono o desamparo no podía tener el sentido de un castigo: era un sufrimiento impuesto por el Padre a titulo de reparación. Por lo demás esa abandono no podía ser sino un abandono afectivo, pero no un abandono intrínseco y ontológico. En efecto, Jesús no podía estar en la situación del pecador que es realmente abandonado por Dios: en su alma no había nada pecaminoso, siendo así que el estar separado de Dios es una situación pecaminosa. Cristo conservaba toda su santidad, y por lo tanto su unión íntima con el Padre como lo exigía su identidad de Hijo: "no estoy solo, porque el Padre está conmigo", Jn 16, 32. Había declarado Jesús, para asegurar que la soledad de su Pasión comportaba la presencia y la compañía del Padre.

Así pues, aun siendo una compensación por la pena del abandono merecida por la humanidad pecadora, el abandono experimentado por Cristo tiene un significado diametralmente opuesto a aquel, en cuanto que es una manifestación de santidad fundada en la unión con el Padre. La expresión hebrea: "¡Elohí, Elohí, lamma sabacthani!", en nada se parece a una blasfemia, ni siquiera en la forma externa. No implica ni desesperación ni rebelión. Es la confesión de una prueba que se le hacía muy dolorosa: el desamparo afectivo ofrendado en sacrificio por todos los distanciamientos de Dios que provoca el pecado. Al repetir el comienzo del Salmo 22, Jesús daba a entender que él se apropiaba de la perspectiva final del salmo: el anuncio de la liberación personal y de la salvación de la humanidad.

Se ve por este ejemplo cómo, al sustituirse a la humanidad para cargar con las consecuencias del pecado, Cristo transforma el sentido: el desamparo no es un castigo, sino un sufrimiento impuesto por el Padre y ofrecido por Cristo para evitar a la humanidad el castigo del abandono. Los sentimientos íntimos de Cristo, en este sacrificio, son inversos a los que experimenta el pecador, o el condenado, cuando es castigado: en vez de rebelión y desesperación, en Cristo encontramos confiada sumisión a la voluntad del Padre. El desamparo del Calvario no se puede comparar con el desamparo de los condenados: ni por parte del Padre, que no se ha separado de su Hijo ni le ha hecho objeto de su ira, ni por parte de Cristo, que no se ha alejado del Padre y ha sobrellevado el sentimiento de la ausencia con un espíritu de amor filial reparador.


9.2. EL VALOR Y EL PROBLEMA DEL VALOR REPRESENTATIVO DE CRISTO EN SU SACRIFICIO

En nuestra crítica de la teoría de la sustitución no hemos rechazado enteramente la idea de una sustitución, sino que tan solo le hemos negado todo carácter propiamente penal. Esto nos ayudará a comprender mejor la complejidad del problema que plantea el valor representativo del sacrificio de Cristo.

Hay que guardarse de simplificar apresuradamente este problema, por ejemplo, oponiendo a la teoría protestante de la sustitución penal la doctrina católica de Cristo Cabeza del Cuerpo Místico. En virtud de esta oposición, se explicaría el valor representativo del sacrificio de la cruz no por una sustitución sino por la solidaridad entre la Cabeza y los miembros del Cuerpo Místico. Se podría señalar cómo, gracias a la acción de Cristo sobre el Cuerpo Místico, o por una cierta identificación entre el salvador y su Iglesia, la satisfacción redentora se extiende a toda la humanidad. Ciertamente, la comunicación de los frutos del sacrificio redentor se realiza por medio del Cuerpo Místico, en virtud de la acción por la cual Cristo, Cabeza del Cuerpo, difunde en sus miembros la salvación y la santificación. Para explicar esta comunicación no sería suficiente una sustitución o una imputación jurídica. Pero la comunicación es ya un efecto del sacrificio, su aplicación que se difunde y diversifica en el tiempo y en el espacio mediante la expansión de la Iglesia. También es cierto que el sacrificio eucarístico es ofrecido por Cristo en su calidad de Cabeza o Jefe del Cuerpo Místico, ya que es al mismo tiempo una aplicación y una renovación de la oblación del Calvario y es manifestación de la vida de la Iglesia.

Sin embargo, el problema que nos ocupa ahora es previo a esta fase de aplicación ¿Cuál es la razón por la que el sacrificio de la cruz tiene fuerza de aplicación universal? Cristo ha debido merecer, por medio de este sacrificio, la misma constitución del Cuerpo Místico y su poder santificador como Cabeza de este Cuerpo ¿Cómo ha podido merecerlo? Aquí es donde es necesario recurrir al valor representativo de la "reparación". Querer explicar este valor mediante su calidad de Cabeza del Cuerpo Místico es querer explicar la causa por el efecto. Sobre la cruz, Cristo no es todavía Cabeza del Cuerpo Místico, pero representa ya a la humanidad; la representa, con miras a convertirse después en Cabeza de esa Iglesia que es su Cuerpo Místico y que pronto va a nacer.

Así pues, el sacrificio sirve de preparación al Cuerpo Místico; es necesario precisar qué es lo que implica su valor representativo. Si Cristo ha podido establecer la alianza en nombre de todos los hombres, ofrecer la reparación en nombre y en beneficio de todos y operar para todos ellos la reconciliación con Dios, es en virtud de una solidaridad que, queriendo llegar hasta el límite extremo, ha comportado ciertamente una "sustitución" que no excluye la ulterior colaboración de los hombres en su propia salvación.


9.3. LA SOLIDARIDAD

La reparación de la cruz implica en primer lugar la "solidaridad" de Cristo con los hombres. Esta solidaridad está atestiguada por la Escritura bajo dos puntos de vista: en el acontecimiento de la Encarnación y en el sacrificio sacerdotal.

San Pablo insinúa la solidaridad implicada en la Encarnación cuando escribe a los Gálatas: "Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva", Gal 4, 4. A la misma solidaridad se refiere Pablo, siempre que presenta a Cristo despojándose de sí mismo para tomar la forma de siervo "haciéndose semejante a los hombres", Filp 2, 7, o incluso como Hijo de Dios enviado en "una carne semejante a la del pecado", Rom 8.3.

Hablando con propiedad, la solidaridad consiste por lo tanto para el Hijo de Dios en hacerse semejante a nosotros en la existencia humana, en la sumisión a la ley, en la debilidad de la carne y en la condición mortal: esa semejanza constituye la base sobre la cual se realizará la redención salvadora.

La carta a los Hebreos subraya por su parte la solidaridad implicada en la Encarnación. Desde luego añade un matiz: el Hijo de Dios no sólo se ha hecho semejante a nosotros, sino que ha participado en nuestro destino; no ha sido solamente "como" nosotros, sino "con" nosotros: "Por tanto, así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así participó El de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a la esclavitud", Hebr 2, 14-15.

Ya hemos observado que la epístola a los Hebreos pone de relieve la solidaridad propiamente sacerdotal de Cristo con nosotros. "Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino que probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado", Hebr 4, 15. En efecto, la misión sacerdotal comporta esa simpatía, esa aptitud para ponerse al mismo nivel de las flaquezas humanas para aliviarlas, Hebr 5, 2.

Así pues, la solidaridad tiene un doble aspecto. Por una parte, la Encarnación ha sido un acto por el que Cristo se ha solidarizado con nosotros, con nuestra condición humana, en orden a salvarnos; esta solidaridad ha llegado hasta el máximo: es decir, hasta dar la vida por todos los hombres. Por otra parte, esa solidaridad, que ha hecho posible el sacrificio redentor, hace actualmente posible el cumplimiento de la misión sacerdotal de Cristo, que intercede por nosotros en virtud de su simpatía con nuestra debilidad.


9.4. LA SUSTITUCIÓN

Reaccionando contra la teoría teológica de la "sustitución penal", ciertos teólogos, han querido eliminar lo más posible la idea de sustitución y explicar la Redención únicamente mediante la "solidaridad". El P. Prat ha querido convertir el "principio de solidaridad" en el principio supremo de la soteriología, el principio que da la clave de la relaciones que se establecen entre Cristo y nosotros en virtud de su sacrificio.

El deslizamiento de la "sustitución" hacia la "solidaridad" es particularmente expresivo en frases como éstas, en las que Prat interpreta aquellos textos paulinos según los cuales Cristo se ha hecho "pecado", o "maldición", por nosotros: "Para salvar a los hombres, cargó sobre sí su pecado, o más bien entró en  su naturaleza pecadora; en forma análoga, para salvar a los judíos y a todos los gentiles, carga sobre sí su maldición o mejor dicho se hace partícipe de su maldición". Mientras que en el texto de Pablo sugiere que Jesús carga sobre sí mismo el pecado o la maldición, esta exégesis prefiere decir que entra en comunión con la naturaleza humana pecadora, que participa de la maldición de que esa naturaleza era objeto. "No es propiamente una sustitución de personas, se da una solidaridad de acción. El pecado no es transferido de los hombres a Cristo, sino que se extiende de los hombres a Cristo...".

Sin embargo, entendiéndola en sentido estricto, la noción de solidaridad no basta para explicar el pensamiento de San Pablo ni para dilucidar el papel desempeñado por Cristo en su sacrificio. Solidarizarse significa ponerse al mismo nivel de otro para compartir su carga con él y así aliviarle; por consiguiente en el caso de Cristo significa que Cristo ha llevado junto con la humanidad la carga de los pecados y de este modo a ayudado a los hombres a llevarla. Se muestra así por qué ha compartido con nosotros el peso de los sufrimientos y de la muerte.

Pero observemos que los textos de la Escritura, así como los de la Tradición, coinciden en afirmar que Cristo ha padecido y ha muerto "por" nosotros, y no solamente que ha padecido y ha muerto "con" nosotros. San Pablo no dice que Jesús ha compartido la maldición que gravitaba sobre la humanidad pecadora; al declarar que se hizo "maldición" o "pecado" por nosotros, quiere afirmar en realidad que el Salvador tomó sobre sí mismo toda la carga de las consecuencias del pecado. Limitar el sentido de esas afirmaciones a una "solidaridad" sería restringir el alcance de las mismas. Hay solidaridad, pero una solidaridad que llega a la "sustitución": Cristo se hace solidario con nosotros de tal modo que hace recaer sobre sí mismo, sustituyéndose por nosotros, todo el peso de las culpas humanas.

Semejante sustitución constituye la aspiración suprema de la solidaridad, aspiración que ordinariamente la solidaridad es incapaz de realizar, como es asumir toda la carga del otro.

La idea de sustitución había aparecido ya en forma sobrecogedora en el sufrimiento del Siervo de Yahvé: "Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba... El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas . El soportó el castigo que nos trae la paz ",  Is 53, 4-5.

Según esta descripción, el Siervo ha llevado Él solo el peso de nuestras culpas. Este Siervo sustituyó a Israel precisamente porque el pueblo era culpable, indócil, obstinado en seguir por sus malvados derroteros, y por lo mismo, incapaz de ofrecer a Dios un sacrificio expiatorio que le fuera grato; el Siervo es inocente, perfectamente dócil, y por eso puede expiar en nombre de todos. La solidaridad habría implicado simplemente que el siervo sufre en unión de su pueblo; en cambio, la sustitución hace que sufra "por" el pueblo, cargando sobre sí mismo el peso de sus pecados.

En San Pablo, además de los textos que presentan a Cristo hecho "pecado", o "maldición" por nosotros, hay una declaración que indica el valor eficaz de la "sustitución": "Uno murió por todos, todos por tanto murieron", 2 Cor  5, 14. Las palabras "todos murieron", significan: "todos murieron idealmente y místicamente en El y con El". Se trata de una muerte mística que exige una muerte moral a sí mismo (al egoísmo y al pecado). S. Pablo sigue: "Murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos". Ahora bien, esta muerte mística de todos los hombres en Cristo implica una sustitución; supone que Cristo ha muerto en nuestro lugar de tal manera que su muerte es en principio la nuestra, y llega a ser nuestra, en virtud de nuestra conducta.


9.5. SUSTITUCIÓN Y COOPERACIÓN

Aun siendo necesaria para explicar el valor representativo de la satisfacción de Cristo, la sustitución no debe de llevarse hasta las últimas consecuencias  lógicas que podría tener en el marco de unas relaciones meramente humanas. Según esta lógica, Cristo, al sustituirse a nosotros, nos habría dispensado de hacer cosa alguna por nuestra salvación. Los frutos del sacrificio se nos adjudicarían simplemente en forma jurídica, automática, sin colaboración alguna de nuestra parte. Si así fuera, la sustitución ya no estaría en la línea de la Alianza y del amor que inspira esa Alianza. En efecto, la alianza se basa en el principio de "colaboración" humana con Dios, y si demuestra un inmenso amor por parte de Cristo al tomar sobre sí mismo la carga de nuestros pecados, ese amor sería menos total si no nos llamara a "cooperar" en la obra redentora. El amor auténtico estimula el desarrollo de la persona invitándola a la "colaboración".

En consecuencia, la "sustitución" no se debe de admitir sino dentro de ciertos límites y según ciertas modalidades. Cristo no se ha sustituido a nosotros en el sacrificio más que en orden a hacernos capaces de tomar parte en él. Por eso, lejos de dispensarnos de nuestra colaboración a la obra de la redención, la sustitución tiene como finalidad promoverla. Implica una exigencia de colaboración. Cristo ha ocupado nuestro lugar ante el Padre en la "reparación" para arrastrar a la humanidad al movimiento de su oblación.

Habiendo representado a todos los hombres en la reparación del pecado, Cristo ha merecido comunicarles los beneficios de la propia muerte, mereciendo convertirse en su Cabeza del Cuerpo Místico, en posesión de un poder universal de santificación, Cristo ofrece la salvación a todos aquellos a quienes a representado y cuya situación ha modificado a los ojos del Padre. Y cuando comunica a cada individuo humano el fruto de su sacrificio, lo hace bajo la forma de una extensión más concreta de la alianza, solicitando la libre contribución de cada uno, su adhesión personal a la historia de la salvación.

Tal es el resultado final de la sustitución. Esta culmina en el influjo santificador de Cristo sobre la humanidad y en una llamada a la cooperación individual de cada hombre con el Redentor. En efecto, el Salvador pide a los cristianos que se dejen "crucificar con El", Gal 2, 19. Se ve, pues, cómo, al no eximirnos de una colaboración al sacrificio redentor, la sustitución representativa de la cruz tampoco nos exime del sufrimiento y de la muerte. Cristo nos pide sufrir y morir con El. De este modo, la sustitución que había tenido su origen en la solidaridad del Verbo encarnado con la humanidad, termina en la solidaridad de los hombres con Cristo. Hay que señalar, también, que si la sustitución no nos dispensa de tomar parte en la Redención, modifica la naturaleza de nuestra colaboración.

Por el hecho de que Cristo ha ofrecido ya en nuestro nombre al Padre el sacrificio redentor y, representándonos ante él ha obtenido para todos la salvación, santidad y divinización, nuestra colaboración se basa en una participación en la santidad y vida divina de Cristo. Admitamos por un momento que Cristo hubiera venido simplemente, por solidaridad, a ayudarnos a soportar las penas merecidas por nuestros pecados; a los ojos de Dios habríamos permanecido en estado de pecado y sólo a titulo de pecadores habríamos podido con la ayuda de Cristo, soportar u ofrecer esas penas. Muy al contrario, dado que el Salvador ha ocupado nuestro lugar y ha tomado sobre si mismo, por sustitución toda la carga de nuestras culpas, le ha sido posible restituirnos santidad e inocencia, y nos da la posibilidad de colaborar en su sacrificio redentor uniendo a ese sacrificio el nuestro a titulo de "justos", esto es, de pecadores que han obtenido el perdón de sus pecados y han recibido en si mismos la santidad divina. Asimilados a la santidad de Cristo es como nos unimos a su sacrificio; de este modo, nuestra cooperación puede complacer a Dios, como la misma reparación del Salvador, y nuestro sacrificio puede ser aceptado por Dios como el sacrificio del Calvario.


9.6. LA RECONCILIACIÓN

La reconciliación pertenece a la descripción concreta de los dos lados de la mediación, ya que es a la vez unilateral y bilateral. En la Sagrada Escritura la reconciliación es ante todo un acto de Dios con el hombre: en ella Dios es sujeto y el hombre objeto. La iniciativa unilateral y gratuita de la reconciliación pertenece por este titulo a la mediación descendente. Pero hay también otro aspecto: no existe reconciliación efectiva sin la respuesta de aquel que es objeto del perdón, es decir, del hombre. Ocurre con la reconciliación como con la alianza de Dios con la humanidad: todo viene de Dios en la alianza y, sin embargo, la alianza no se puede sostener sin el compromiso fiel de los hombres que son sus compañeros. Por esta razón la reconciliación supone un movimiento ascendente del hombre hacia Dios, que Cristo ha asumido en su propia Persona. De este modo la reconciliación es una categoría sintética que constituye una conjunción de todas las demás categorías. Por eso la reconciliación es tratada en último lugar por resumir todas las categorías anteriores.

En la actualidad la categoría de "reconciliación" es objeto de descubrimiento en la sociedad moderna y en la Iglesia. En la Iglesia se habla del Sacramento de la Reconciliación o de la Penitencia. Así se lee y se comprende toda la economía de la salvación como una gran epopeya de reconciliación entre Dios y los hombres por medio de su Hijo Jesucristo. Este tema que no ha constituido en la tradición eclesial una categoría notable de la soteriología, aparece hoy como el presupuesto de todas las demás y hace inclusión con la "mediación" única realizada por Cristo.

La reconciliación es una realidad antropológica llena de sentido: constituye un proceso humano con el que todos tenemos que enfrentarnos un día u otro. Entre dos compañeros, personas o grupos, se crea una situación de conflicto. En ese conflicto hay estructuralmente un ofensor y un ofendido, ambos, si son cristianos, tienen una tarea difícil de realizar: tienen que reconciliarse. El ofensor tiene que reconocer su mal y arrepentirse, el ofendido tiene que aceptar la disculpa por la ofensa y perdonar y continuar viviendo en el horizonte de la fraternidad cristiana. Así, la interacción entre el arrepentimiento del ofensor y el ofrecimiento del perdón del ofendido, se convierte en una emulación en el amor que permite no sólo el encuentro entre ambos sino también el mantenimiento de una fraternidad en Cristo. Sean cuales sean las maneras de reconciliarse, la reconciliación es una necesidad de la vida que nos constituye como hombres. Y no solamente tenemos que reconciliarnos entre nosotros, sino también hay que reconciliarse con Dios e incluso reconciliarnos con nosotros mismos.

Por consiguiente, es fácil comprender que, en lo que se refiere a su salvación definitiva, el hombre tiene necesidad de la iniciativa  gratuita de la reconciliación realizada por Dios en su Hijo Jesucristo. No solamente El dio el primer paso y todos los demás pasos necesarios para reconciliarnos, sino que además tomó sobre sí los dos lados del proceso de la reconciliación, poniéndose al frente de todos los ofensores para conducirlos al Padre, a costa de un esfuerzo que le costó entregar su vida en sacrificio cruento.

9.6.1. La reconciliación realizada por medio de la cruz

La enseñanza de S. Pablo es aquí muy clara: la reconciliación es una iniciativa gratuita de Dios, 2 Cor 5, 18-20:

"Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo, y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!".

En esta breve frase, Dios es el sujeto, nosotros los hombres somos el objeto y los beneficiarios de esa reconciliación. Más aún, esta iniciativa de gracia y de benevolencia divina se realiza a pesar de que nosotros somos pecadores y enemigos, Rom 5, 10-11:

"Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos por él salvados de la cólera! Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvados por su vida!".

Este es el contexto en que tenemos que comprender tanto la justificación como el sacrificio de Cristo. Igualmente la reconciliación se lleva a cabo por medio de la muerte del Hijo en la cruz; bajo el signo de la reconciliación, Pablo desarrolla toda una teología de la cruz.  Pero no puede haber reconciliación con Dios sin reconciliación fraterna; por eso, la reconciliación de los hombres con Dios, adquirida por la sangre de Cristo, compromete formalmente a la reconciliación entre judíos y paganos, tras la destrucción del muro que los separaba, Efes 2, 14-17:

"Porque él es nuestra paz; el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que separaba, la enemistad... Para crear en sí mismo, de los dos, uno solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad. Vino a a anunciar la paz: paz a vosotros que estábais lejos (los paganos) y paz a los que estaban cerca (los judíos)".

La cruz era el lugar en el que se desencadenó la enemistad y el odio; ahora se convierte en el lugar de su muerte y del establecimiento de la paz, fruto de la doble reconciliación de los judíos y de los paganos entre y con Dios. La idea de reconciliación va cobrando en Pablo cada vez mayor importancia, y así dice en Col 1, 19-22:

"Pues Dios tuvo a bien hacer residir en El toda la plenitud y reconciliar con El y para El todas las cosas, purificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos. Y a vosotros, que en otros tiempos fuisteis extraños y enemigos, por vuestros pensamientos y malas obras, os ha reconciliado ahora, por medio de la muerte en su cuerpo de carne".

Igualmente, el designio de reconciliación de Dios en su Hijo, en quien tenemos "el perdón de los delitos", Efes 1, 7, tiene por finalidad "hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra", Efes 1,10. El lenguaje de la reconciliación responde al ámbito de la alianza nueva: Mt 26, 28: "Bebed de él todos, porque ésta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados". Y en la Carta a los Hebreos 7, 22; 8, 6.8, se describe que la reconciliación se llevó a cabo por la muerte de Cristo en la cruz, también la alianza se concluyó por la sangre derramada por el Mediador.

En la teología de San Pablo la reconciliación no constituye un cambio de actitud en Dios. En Dios es absoluto el ofrecimiento de la reconciliación y por su parte la realización de la reconciliación se ha cumplido ya en Cristo. Lo que cambia es la situación del hombre respecto a Dios. Porque la reconciliación  no es un acto de Dios solo; se realiza en el acontecimiento del Hijo encarnado, en donde Jesús actúa a la vez como Hijo que viene a reconciliar a los hombres enemigos de Dios,  y como el hombre que vuelve hacia Dios. En Jesús, los dos aspectos de la reconciliación llegan a realizarse plenamente: el don de Dios y la respuesta libre del hombre.

Esta reciprocidad esta simbolizada en la forma de la misma cruz, en donde Cristo sufre una doble ruptura que lo hace doblemente reconciliador. El mediador, Cristo, aceptó ser el supremo despedazado, a fin de hacerse el supremo reconciliador. Con sus brazos extendidos vive el despedazamiento del odio entre los judíos y los paganos, y de todo el odio de los hombres. Pero  sus brazos despedazados se convierten en el don de un abrazo fraternal: los brazos de la cruz son un rasgo de unión horizontal que todos los hombres están invitados a captar. Su cuerpo colgado en la vertical entre el cielo y la tierra vive el despedazamiento entre la santidad de Dios y el pecado de los hombres. Jesús sufre en su carne lo que le cuesta ser entre los hombres aquel que vive en la alianza con Dios hasta el fin (actitud obediencial). Su propia carne se ve despedazada entre el don absoluto de Dios al hombre y el rechazo del pecador a Dios. Pero este palo vertical del suplicio se convierte en el rasgo de unión entre el cielo y la tierra. Jesús vive el trabajo doloroso de la reconciliación y "levantado de la tierra",  atrae a todos los hombres hacia así, (Jn 12, 32). En la cruz se encuentran los dos movimientos de reconciliación, el horizontal y el vertical; en la cruz se juntan los dos movimientos, descendente y ascendente de la reconciliación de Dios con el hombre y del hombre con Dios, realizado por el único mediador, Jesucristo.

9.6.2. El mensaje de la reconciliación

La reconciliación cumplida en la cruz es una llamada viva a la reconciliación. Ya en los evangelios, Jesús invitaba a sus oyentes a reconciliarse en Mt 5, 23-24, diciendo: "Si al presentar tu ofrenda en el altar recuerdas entonces de que un hermano tuyo tienen algo que reprocharte, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda".

Este mandato establece ante todo una solidaridad entre la reconciliación fraterna y la reconciliación con Dios, que se repite bajo otra en la enseñanza de la oración del Padrenuestro: "perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden".

Pablo convierte en un conjuro solemne el mensaje cristiano de la reconciliación en 2 Cor 5, 20: "En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!".

El poder de conversión de los corazones y libertades, que es le de la cruz, está puesto al servicio de la reconciliación. Vuelto a nosotros a través del rostro de su Hijo crucificado, Dios nos pide que nos volvamos a él para recobrar los vínculos de la comunión y de la paz. La llamada a la reconciliación nos remite  al carácter inevitablemente bilateral de ésta.

Finalmente entre el don de la reconciliación y la llamada a dejarnos reconciliar con Dios, está el ministerio propiamente de la reconciliación fraterna, así en 2 Cor 5, 18-20: "Dios ... nos confió el ministerio de la reconciliación..., poniendo en nuestros labios la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortara por medio de nosotros".

Estos versículos contienen toda la teología del ministerio de la reconciliación en la Iglesia. Indican a su vez su fundamento y contenido. El fundamento es el ministerio confiado por Cristo, que le da al Apóstol la pretensión de hablar "en nombre de Cristo", y de ser la voz de Dios. El Apóstol es un embajador: no es más que un representante acreditado, un ministro, un servidor, un portavoz. Pero ha recibido la misión y la autoridad para anunciar la palabra eficaz del "evangelio de la reconciliación". En cuanto al contenido ministerial eclesial, se resume aquí bajo el signo de la reconciliación. Si la salvación es reconciliación, el ministerio de la salvación se recapitula en el ministerio del reconciliación.



Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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